Cuentan las crónicas que el aspirante míster Trump ha vapuleado al actual titular, míster Biden, en el primer combate cara a cara antes de que empiece oficialmente la carrera por el título de los grandes pesos pesados. El aspirante ha comparecido pintado de color ladrillo y coronado por su típico e insolente florón de macho alfa; el titular parecía lo que es, un provecto y lívido funcionario del poder. La distancia de edad entre los dos viejos es apenas de tres años pero el primero parecía tener veinte menos que su adversario. El aspirante se ha aprovechado de la ventaja de la senectud, que afloja las bridas del lóbulo central del cerebro y vuelve a los viejos procaces y mentirosos; así que ha sido arrogante, mendaz y rudo con su contrincante. Este ha querido fingir que su lóbulo central aún dicta las normas de racionalidad, coordinación y equilibrio que rige el comportamiento de la mayoría de los humanos y se ha mostrado titubeante, errático y confundido. Trump y Biden representan el ocaso de una época regida por el mantra del fin de la Historia, y si la Historia, matriz de la evolución humana, está abolida, quiere decirse que no hay futuro.
El debate televisivo ha sido una pelea de geriátrico entre un matón y un discapacitado, cuyo rasgo compartido es que ninguno de los dos gerontócratas ofrece ninguna esperanza. El espectáculo es horrible no solo por la miseria que representa sino porque en efecto niega cualquier porvenir imaginable. Ni el sinuoso y taimado discurso oficialista de Biden, ni el zafio brutalismo mitinero de Trump ofrecen un paisaje en el que sea apetecible vivir. Si esto ocurre en la cúpula de trueno del mayor imperio del planeta, podemos imaginar lo que nos espera.
En la telerrealidad en la que vivimos, el debate ha sido real, ha conmovido a muchos telespectadores y quizá tenga consecuencias. La más obvia, que ya se ha hecho sentir, es el posible relevo de Biden como candidato demócrata. Es ya una señal de la ventaja ganada por el partido republicano porque los demócratas deberán explicar dos errores sucesivos: uno, por qué o quién ha elevado a un personaje notablemente senil a la disputa por la presidencia, y dos, qué hace esperar que otro candidato improvisado sea capaz de revertir la escora hacia la extrema derecha que se registra en todas las así llamadas democracias liberales.
Los habitantes de estas democracias están afectados por un malestar que reviste formas contradictorias pero que, a efecto del funcionamiento del sistema, son convergentes. Los de abajo, despojados de vivienda, salarios decentes, sanidad y educación accesible, saben que nunca alcanzarán el nivel estándar de la sociedad en la que viven. Los de arriba, conscientes de que cualquier solución democrática significaría una merma de sus propiedades e intereses, saben que no pueden ceder ni un ápice a las pretensiones de la mayoría. En esta polarización de la sociedad, como se dice ahora, el debate público, incluido el que tiene lugar en el parlamento, ha dejado de ser funcional para la discusión y el acuerdo. Las palabras han dejado de designar hechos para expresar emociones y lo que cuenta es la fuerza, el tono y la percusión de las mentiras desde el momento en que se ha instituido la legitimidad y pertinencia de la mentira, cuanto más evidente y obscena mejor para que sea aceptada, y en este terreno Trump es el campeón indiscutible.
Al término del debate, los asesores de Biden estaban desolados y, preguntado uno de ellos por la prensa, respondió que había que fijarse en la calidad del programa y no en la decrepitud de quien ha de llevarlo a cabo. El humor es lo último que se pierde.