El Libro de los Jueces es el octavo de la serie del Antiguo Testamento bíblico y narra una época en la que el pueblo elegido iba manga por hombro, entregado a la idolatría y la disipación, y el dios de Israel se veía obligado a mandar a un juez tras otro para reimplantar la ley y poner orden entre sus gentes. Los jueces aquellos –en total doce- eran tipos belicosos y bragados, que cumplían la encomienda divina manu militari, con la posible excepción de la única jueza de la saga, Débora, pitonisa y poeta lírica, que profetizó la victoria sobre los cananeos. El último juez acreditado fue Sansón, un voxiano de entonces que ha dejado el nombre para designar a los brutotes de feria y gimnasio. Entonces, como ahora, había mucho de postureo y camelo en la política.
Sirva este prólogo como espejo de nuestra época en la que el pueblo elegido, los españoles, andamos también a la greña y en manos de los jueces, que se han tomado como un mandato divino la misión de restablecer la cordura y la paz. Las maneras judiciales se han refinado mucho desde los tiempos de Sansón pero bien podría ocurrir que el efecto sea el mismo, ya saben, el desplome del templo con el juez y todos los filisteos dentro, y aquí los filisteos son mayoría, de todos los colores.
El actual episodio del libro de los jueces tiene su origen bajo el reinado de don M.Rajoy, un presidente camastrón y elusivo que se negó a afrontar la asonada catalana y encargó su resolución a los jueces, los cuales se vieron en una situación como no se habían visto desde Nuremberg. Todo un gobierno en el banquillo por los mayores delitos que se pueden cometer desde el poder en tiempo de paz: rebelión, sedición, malversación, on, on, y eso que en el alboroto prusesista ni se cumplieron los objetivos de los promotores ni se necesitó una tirita para cubrir un rasguño. Lo que no habían conseguido los prusesistes, lo consiguió la sentencia judicial: una suerte de independencia virtual de Cataluña por la vía de enajenar a gran parte de la opinión pública catalana, no solo independentista, de las reglas de juego del estado.
Cualquier indocumentado -y más si aspira a la presidencia del gobierno español, lo que incluye a don Feijóo- sabe que esta es misión imposible sin alguna clase de pacto con la excepción catalana, y en ese empeño se entiende la pedregosa ruta emprendida por don Sánchez: indultos, modificaciones del código penal, amnistía y demás, que ahora mismo le benefician a él (¿?) pero que en el futuro allanarán el terreno a la derecha de ambas orillas del Ebro. Don Feijóo y don Puigdemont ya están haciéndose señales de humo. La cuestión es que los jueces fueron investidos por la derecha de poderes especiales, suprademocráticos, para determinar la naturaleza del estado y su rumbo futuro y todas las medidas adoptadas por el gobierno y el parlamento en relación con el hecho catalán tienden a rebajar sus prerrogativas y el sector judicial más comprometido en la salvación de la patria se lo ha tomado como una afrenta personal, lo que explica su última resolución sobre la aplicación de la amnistía por malversación. Por mis huevos, que esos se sientan en el banquillo. Hay una dificultad para este propósito, sin embargo.
Al contrario que en los tiempos bíblicos en que los jueces se sucedían uno a otro por orden divina, en esta perversión del orden natural que es la democracia los jueces son innumerables y operan en ámbitos de competencia propia que en algún caso es tangente y en otros secante respecto a la competencia de otro juez del vecindario, por lo que el sentido de la justicia es aleatorio. En el caso que nos tiene distraídos, por ejemplo, los jueces progresistas mayoritarios en el tribunalconstitucional podrían enmendar la resolución de los jueces conservadores mayoritarios en el tribunalsupremo y de este modo don Puigdemont sería un héroe en lugar de un presidiario, que es el quid del juego. Eso si algún juez progresista o conservador en pugna no cambia de bando en este asunto y vuelta a la casilla de salida.
¿Se pueden creer que las instituciones de gobierno de un país de cuarenta y ocho millones de habitantes estén enfrascadas en disputar la suerte de un cantamañanas? ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Explica eso que otro cantamañanas, un tal don Alvise, se haya levantado ochocientos mil votos y tres eurodiputados sin otro esfuerzo que escupir sandeces, mentiras e infundios en las redes sociales? La transhumanidad de la que hablan algunos avisados, ¿significará que nos estamos convirtiendo en marcianos? Ah, qué tiempos bíblicos aquellos en que si te caía un rayo en la cabeza era porque te lo merecías.