El viejo asiste a la final de la Eurocopa con la inocencia de un niño y el sentimiento de formar parte de una comunidad inerme cuya razón de existir se juega en la cancha. Una suerte de  ataque de patriotismo sobrevenido le guía frente al televisor. La vez que más cerca ha estado de la rojigualda después de que juró bandera en el campamento militar de Araca (Álava) en 1971 fue el 11 de julio de 2010 cuando un aficionado al que no conocía y junto al que veía el partido en un bar de Ribadesella le envolvió con una bufanda de estos colores dando alaridos tras el gol de Iniesta. Es un recuerdo impregnado de genuina alegría.

Ayer, el viejo era catorce años más viejo y, en la privacidad de su casa –el retrete del alma, que diría santa Teresa-  asistía con esperanza, no exenta de ansiedad, a la revelación final de la Eurocopa. De alguna manera, necesitaba que el mundo fuera un partido de fútbol, dominado por la brillantez de los colores, la inocencia de los sentimientos, la seguridad de las reglas y, sobre todo, por la reversibilidad periódica de los resultados. Las olimpíadas y por extensión cualquier otro encuentro deportivo como tregua temporal entre ciudades en guerra perpetua es uno de dones de la inabarcable herencia de sabiduría que nos legaron los griegos. Y si gana España, mejor.

Entre la selección que ganó en Johannesburgo y la que ha ganado en Berlín hay una distancia sideral. Aquella había dejado atrás el marbete de la furia española y había adquirido una energía nueva procedente del juego catalán, pero aún conservaba una cierta pesadez racial y el mismo gol de Iniesta, en el minuto 116, fue agónico. Ahora, el equipo que patronea Luis de la Fuente es alegre, veloz, cohesionado, ambicioso (fútbol vertical, dicen los que saben) y multicolor. Los contoneos de cadera con que los inolvidables Lamine y Nico Willians, las dos estrellas del campeonato, celebran sus goles no parecen una jota o una sardana. Las familias de estos dos jóvenes tuvieron que atravesar miles de kilómetros para que sus hijos subieran la bandera del reinodeespaña al podio. Entre los que han participado en la epopeya de Berlín hay franceses de origen como Laporte y Le Normand e incluso el omnipresente y eficaz lateral izquierdo Marc Cucurella, un barcelonés de El Maresme, habrá llevado a algún voxiano a consultar la wiki para cerciorarse de su procedencia, para no mencionar los sospechosos habituales, como del goleador Mikel Oyarzábal y los demás jugadores vascos.

Vale la pena recordar que las dos fuerzas sociales emergentes de este principio de siglo, las mujeres y los migrantes, han llevado al fútbol español, el deporte de masas por excelencia, el más democrático, a cotas inéditas. ¿Qué nacionalismo va a ahormar este hecho sin empobrecerlo? Pero, en fin, son sensaciones, como dicen en el fútbol, y nada hay más volátil que las sensaciones de la gente que llena los estadios o se sienta ante el televisor, así que ya veremos.

P.S. El viejo no encuentra mejor ocasión que esta fiesta del fútbol para recordar a su vecino y amigo de la infancia, Esteban Iparraguirre, fallecido hace tres semanas, portero del FC Osasuna en los años pedregosos en que el club de la remota provincia subpirenaica luchaba contra las corrientes adversas de la liga. Aquella generación del barrio de la Rochapea dio algunos jugadores osasunistas –Julio Santamaría y Antonio Sánchez, en el recuerdo-, llevados por la misma motivación que Nico Williams, también nativo del mismo barrio.