Tiene que producir un placer sublime, irresistible, que el mero ejercicio de un empleo rutinario, como el de millones de otros trabajadores más o menos cualificados, tenga en vilo a todo el país. Es el subidón de autoestima que experimentó el ebanista de Versalles mientras se ocupaba en ahormar el sillón del trono a las nalgas de Luis XIV. Era un trabajo materialmente rutinario pero que tenía al reino en un ay porque entretanto su majestad debía permanecer de pie, como sus cortesanos. Un golpe de vanidad análogo se ha apoderado del juez Peinado, titular del juzgado de instrucción número 41 de Madrid, mientras ahorma el sillón del palacio de La Moncloa a las hechuras del ilustre pretendiente, don Feijóo. La impaciencia de este es notoria, obscena, como nos hace ver en cada ocasión, pero el juez de instrucción, como el ebanista de Versalles, debe ser cuidadoso en sus manipulaciones, no vaya a ser que una punta de clavo mal remachada le rasgue las puñetas de la toga en la que se basa su autoridad. Entretanto, el rey reinante, don Sánchez, debe permanecer de pie y atento a los arabescos procedimentales del juez Peinado porque en alguna de estas formalidades puede quedar enganchado.
El juez Peinado entiende la instrucción del caso en el que se pretende emplumar a la reina consorte, doña Begoña Gómez, como un juego de mesa, entre puzle y juego de la oca. Lo primero porque a cada paso aparecen nuevas piezas susceptibles de encajar en el conjunto; lo segundo porque cualquier tirada de dados tiene un componente azaroso que puede salvar a la presa de las garras del perseguidor. Aunque, como saben los aficionados a los juegos de mesa, lo importante es que la partida dure mucho tiempo para ejercitar el ingenio del jugador y mantener la atención de la audiencia.
Ahora, el juez absorto ha convocado a don Sánchez como testigo. El juego de la oca se vuelve juego de tronos. El presidente de gobierno, por el privilegio del cargo, no comparecerá en sede judicial, del mismo modo que Luis XIV no prestaba su propio culo para las mediciones del ebanista, y la testifical del ilustre convocado tendrá lugar en su domicilio institucional, lo que da al juez ocasión para organizar una vistosa comitiva de servicios judiciales y técnicos audiovisuales que garanticen la grabación fiable de la deposición del testigo. Por un pelo no ha ordenado a la guardia civil que rodee el perímetro del palacio de La Moncloa para asegurar que nadie entre o salga mientras dura la diligencia. Después de todo, el juez está en territorio enemigo.
La historia ha olvidado el nombre y las andanzas del ebanista de Versalles pero mediante un clic podemos saber algo del juez de instrucción don Juan Carlos Peinado. Es un vejete de mirada cautelosa y expresión tenaz que ha pedido, y conseguido del órgano competente, la prolongación de su vida activa durante dos años más porque, como muchos laborantes en esta circunstancia, teme al tedio de la jubilación más que a cualquier otra cosa. Llegó a la judicatura ya bien avanzada su carrera profesional como secretario de ayuntamiento y en otros empleos relacionados con el ejercicio del derecho, resuelto a dejar huella en la historia de la justicia. En este empeño de esforzado de la ruta, como se decía en el ciclismo, ha instruido algunas causas de mayor o menor relumbrón y de incierto final, fracasó en diversos intentos de ascenso en la carrera y fue preterido en la elección para el consejo del poder judicial. Es el tipo de juez –terco, temerario y frustrado- idóneo para el tiburoneo de litigantes mercenarios como el llamado sindicato manos limpias, que ya ha recurrido en ocasiones anteriores a sus servicios y también ahora para instruir el caso de doña Begoña Gómez.
El término estado profundo o, en castizo, cloacas del estado, tiene una reverberación exagerada, extravagante y entre siniestra y consoladora. El estado es lo que ve y experimenta cualquier vecino que haga una gestión en ventanilla o por internet, y la cloaca, si la hay, discurre a cielo abierto, a la vista de todos. Un ejemplo de estos días: el espionaje masivo de que fueron objeto los dirigentes podemitas no fue realizado por villarejos enmascarados sino por funcionarios policiales en el ejercicio de sus rutinas ordinarias. Alguno de ellos podría haberse negado a la encomienda y no le hubiera ocurrido nada de mayor gravedad que cierta antipatía de su jefe y quizá algún tropiezo en su carrera futura. Los funcionarios de cualquier nivel gozan de autonomía en el ejercicio reglado de sus funciones y sus desvíos y pifias raramente son sancionados, y a menudo ni siquiera advertidos. En los jueces está autonomía está investida de independencia y no es sancionada excepto por las propias autoridades corporativas, que operan al albur de la correlación de fuerzas existente en el llamado poder judicial. Negar, pues, el carácter político de la justicia es una ingenuidad o una muestra de mala fe. En este marco hay que tomarse en serio la meditación de don Sánchez en los ya famosos cinco días de abril, que parece que ocurriera cuando reinaba Luis XIV, tal es la velocidad de nuestra época.