El título de este comentario está tomado del último capítulo de las Memorias de Arthur Koestler (Lumen, 2023), que este escribidor leía en esta tórrida tarde de primero de agosto cuando los digitales han dado la noticia de la liberación del periodista Pablo González, encarcelado en Polonia desde febrero de 2022 en medio de un espeso misterio sobre las causas de su reclusión. La noticia es muy escueta pero tiene la virtud de ampliar el foco sobre las condiciones de su encarcelamiento y liberación. El periodista era un espía, o estaba acusado de tal, no se sabe con qué fundamento, y su liberación se ha producido en el contexto de un intercambio –masivo, insiste la noticia- de prisioneros entre Rusia y Estados Unidos, de los que por ahora apenas sabemos algunos nombres, no todos periodistas pero todos incursos en delitos de espionaje y otros conexos, a ambos lados de la divisoria bélica.
El intercambio se ha producido, sigue la noticia, después de intensas negociaciones entre las partes –léase, Estado Unidos y Rusia- y en consecuencia al margen de las acciones de protesta registradas en España para pedir la liberación de Pablo González en nombre de la libertad de prensa y de expresión. Los abogados del periodista liberado han insistido en este argumento y han proclamado que las razones humanitarias han sido primordiales en esta decisión, reconociendo el valor y la importancia del periodismo en la sociedad. Y han añadido que la liberación de su defendido se ha hecho después de un exhaustivo trabajo jurídico que ha asegurado un marco legal adecuado para su materialización garantizando el respeto a los derechos y la dignidad de los periodistas involucrados. Palabras, palabras, palabras, seguramente pactadas para quitar hierro a la realidad de los hechos.
La situación de Pablo González, encerrado en modo guantánamo, era insostenible en los parámetros de un estado de derecho. Encarcelado y aislado durante veintinueve meses en un país miembro de la unioneuropea sin que se conocieran los delitos que se le imputaban ni su caso fuera objeto de instrucción judicial alguna. El hecho es que era un prisionero de guerra o acaso un rehén para una ulterior operación de intercambio, como la que ha dado lugar a su liberación. El mensaje es: estamos en guerra con Rusia y el mando del bando occidental lo tiene Washington. En consecuencia, la información sobre lo que ocurre en el frente queda bajo supervisión militar y los derechos de una prensa libre quedan limitados a los intereses de los beligerantes. En el mejor de los casos, Pablo González no supo discernir estos términos de la situación o, en el peor, era plenamente consciente de que su trabajo estaba al servicio de una determinada causa, no necesariamente la de la libertad de información.
En La escritura invisible Arthur Koestler cuenta su propia experiencia, asombrosamente parecida a la de Pablo González. Koestler era un periodista, afiliado al partido comunista, que por encargo de la Komintern se infiltró en el bando del general Franco durante la guerra civil española. Lo hizo en dos ocasiones. En la primera, escapó de milagro en cuanto tuvo sospechas de que su tapadera podía ser descubierta; en la segunda operaba bajo la cobertura de la corresponsalía de un periódico liberal inglés y, tras la toma de Málaga por los rebeldes, fue detenido, encarcelado durante tres meses, pendiente de ser ejecutado, mientras en Inglaterra se producía una campaña por su liberación, obviando la verdadera razón de su presencia en España, hasta que finalmente fue canjeado por un rehén en poder del gobierno republicano de Valencia, que unas páginas más adelante el lector sabrá que era la esposa del capitán Carlos de Haya, uno de los más famosos aviadores del bando sublevado y recientemente uno de los puntos de fricción de nuestro contencioso sobre la memoria histórica.
Arthur Koestler es autor de algunas obras imprescindibles para entender el clima moral que imperó en Europa entre los años veinte y cincuenta del siglo pasado, que guarda algunas inquietantes similitudes con el tiempo actual, y, entre esas obras, las Memorias constituyen una lectura apasionante y esperanzadora, lo que es un mérito añadido y no desdeñable. Ojalá que Pablo González, cuya liberación celebramos, extraiga también de su aventura enseñanzas para los que han de vivir en el siglo XXI.