Para el romántico contemporáneo, seguir enamorado de sí mismo es una dura lucha. (Cyril Connolly, El arte de viajar, 1931).

¿Cuánto tiempo está vigente un meme en su errático deambular por las redes sociales? ¿Cuánto dura la carcajada de la platea ante el chiste de un cómico? ¿Cuánto, el aplauso al aria de la soprano? Estas manifestaciones fanáticas de aprecio parecen a menudo interminables, sobre todo para quienes no las comparten, pero, reloj en mano, se extinguen e ingresan en el olvido con extraordinaria rapidez. Hace cuatro días, don Puigdemont y su performance era el tópico más difundido del mundo; ahora, es difícil rescatarlo para la conversación pública y solo encuentra un eco amortiguado en alguna desvariada tertulia de vejetes y en algunos programas de parloteo en televisión, que de alguna manera tienen que cubrir el vacío de la programación estival. Todo lo cual da la oportunidad de trazar un planisferio de lo sucedido y de la inanidad que fue.

La inabarcable humanidad que asistió a la aparición/desaparición del adalid de las libertades catalanas puede situarse en cuatro planos en función de su proximidad o lejanía al escenario donde actúa el comediante y el interés por su espectáculo. Los indiferentes ocupan el plano más alejado e incluye a cualquier habitante del planeta con conexión a internet; por ejemplo, los vecinos de Tokyo, que pudieron ver en las pantallas de las estaciones del metro la reconocible imagen del performer junto a un mensaje indescifrable, incluso para los catalanes, en la lengua de los tres alfabetos. Para esta gente es solo un impacto noticioso más en un universo en que la realidad y la ficción son indistinguibles.

El plano inmediatamente siguiente y más cercano al escenario lo ocupan los curiosos, gente interesada, digamos que deportivamente, en el desarrollo del espectáculo sin sentirse concernida por su desarrollo y efectos. Su actitud es la del astrónomo que sigue la trayectoria de un meteorito a sabiendas de que se desplaza en una órbita a decenas de miles de kilómetros de su lugar de observación. Los curiosos están a sus ocupaciones pero también dispuestos a dedicar un poco de tiempo al número de circo anunciado, a sabiendas de que ocurra lo que ocurra no los aliviará de este insoportable calor de agosto. En este plano, el palco de honor corresponde al gobierno de don Sánchez, que, a estas alturas de la historia, resuelta la mayoría parlamentaria para investir president a su candidato, se le da una higa lo que haga el prófugo intermitente, como si viene en un platillo volante.

El espacio de los cómplices está pegado al escenario, pero la disposición de quienes lo ocupan admite muchos distingos. Todos son entusiastas y entregados pero no todos están igualmente informados sobre el número de magia al que van a asistir. En este grupo hay una escala entre el ignorante alelado y el enteradillo que sabe que le espera algo grande, aunque no pueda definirlo. Todos los cómplices hacen lo que se les ha dicho: están donde tienen que estar en el momento y lugar indicados, unos con el pinganillo en la oreja, otros tocados con sombreros de paja y agitando banderitas y todos han hecho el pasillo al prestidigitador para que alcanzase el escenario, han aplaudido sus palabras y luego han seguido a los prebostes de la compañía como quien sigue a una procesión de curas que dicen llevar consigo el cuerpo de cristo, cuando cristo ya se ha esfumado hacia las nubes. En este grupo de los cómplices es inevitable incluir a los mossos d’esquadra, el cuerpo policial encargado de desbaratar el numerito del ilusionista. El argumento de disculpa de los jefes policiales fue que no esperaban un comportamiento tan impropio de un personaje de su rango; lo mismo que dijo la rana del escorpión.

El último círculo de este infiernillo veraniego estaba formado por un muy reducido número de cooperantes, imprescindibles para poner en marcha y sostener la ingeniería del evento. Ni el más modesto conejo puede salir de una chistera sin la cooperación de maquinistas de tramoya, operadores de iluminación y ayudantes que mantienen la atención del público lejos de la manipulación del truco. El número fue un éxito absoluto. No solo consiguió evadir al prófugo más conocido de la justicia española del cerco de varios cientos, quizá miles, de agentes encargados de su detención sino que provocó un monumental atasco en las carreteras del país. En estos días se ha comparado tópicamente a don Puigdemont con Houdini, pero sería más propio compararlo con David Copperfield, entre cuyas hazañas hizo desaparecer la Estatua de la Libertad y atravesó la Gran Muralla China. Durante unas horas, don Puigdemont hizo desaparecer a la Generalitat y paralizó las carreteras de Cataluña. Ahora, el artista descansa en su mansión de Waterloo, en cuyo mullido jardín se ha dejado ver en compañía de su gatito.

¿Y el juez Llarena, qué pasa con él? Ah, bueno, estaba viendo el espectáculo por la tele, en pijama y con una cervecita en la mano y ha saltado como un tigre: ya sabía yo que iba a pasar algo así, no hay dios que se fíe de estos catalanes. Y se ha puesto a firmar órdenes para esto y para lo otro, contra este y contra aquel. La próxima vez va a ver el prófugo ese de la que le espera.