¡Albricias, ya tenemos una mujer al frente del colegio judicial! Con esta euforia de circunstancias han recibido a derecha e izquierda la elección de doña Isabel Perelló como presidenta del supremo y jefa de la corporación togada. La derecha aprecia que es una dama de buen ver y razonable confianza; la izquierda, porque representa al género históricamente preterido en estos negocios. La elección ha llegado como una fórmula de compromiso después de cinco semanas y cuatro intentos fallidos, cuarenta y ocho horas antes de la apertura del curso judicial en el que el órgano rector de los jueces no podía presentarse como pollo sin cabeza ante el rey, cuya vida dios guarde muchos años.
La somera justificación que se ha dado sobre la elegida como presidenta de consenso es que, aunque de perfil progresista, ofrece un talante moderado. Hay algo de delirante en este argumento. La moderación no resulta una cualidad muy indicativa en este contexto. Va a resultar que los jueces no sólo se dividen en conservadores y progresistas sino también en moderados y frenéticos. La judicatura española es universalmente moderada en relación con el juez Roland Freisler o el fiscal Andréi Vyshinski, pero, si se aplican estándares más afinados, ¿podría calificarse de moderado al juez Peinado? ¿o al ya jubilado juez García Castellón? ¿o al maquiavélico Carlos Lesmes? ¿o a los jueces que investidos de toga se manifestaron contra una ley que aún no había aprobado el parlamento y que se aprobaría más tarde por mayoría absoluta?
La crisis de la judicatura nace de que los políticos han cargado sobre las espaldas togadas los conflictos derivados de la quiebra del consenso bipartidista, y la judicatura ha pasado a ser parte del disenso. En consecuencia, la desconfianza hacia la política se ha extendido a la administración de justicia. La actual composición del poder judicial es un apaño del bipartidismo al que se suma arrastrando los pies el pepé para no dar la impresión a su parroquia de que deja ganar bazas a don Sánchez, el ilegítimo. En este trance, los altos jueces se han dejado mangonear diríase que con mucho gusto, perdiendo así la presunción de independencia sin la que no hay justicia posible. Durante el interminable periodo de cinco años en que el consejo de gobierno del poder judicial estuvo en barbecho, una ceniza de descrédito caía sobre las cabezas de los jueces que se negaban a dejar del sillón a sabiendas de la ilegalidad de su situación. En el mundo de los videojuegos en que vivimos, parecían la guardia fantasmal de un sarcófago vacío. ¿A qué poder obedecía su contumacia? ¿Qué esperaban obtener con su conducta?
Podemos imaginar que las deliberaciones en un círculo tan cerrado como el cegepedé se celebran en una atmósfera de conciliábulo de brujos y brujas. Los participantes lo son a título personal, sin mandato imperativo ni representación alguna, y entre ellos se conocen de largo, no solo por sus currículos profesionales, sino por sus manías y querencias, los latiguillos de sus intervenciones, los tics que visitan sus rostros o la agitación de los dedos, el aroma o el tufo que exhala de sus togas, todo lo cual forma en la conciencia la hoja de ruta que guía sus designios y les lleva a la decisión última.