Springfield (campo primaveral) es el nombre de ciudad más frecuente en Estados Unidos, y describe la esperanzada inocencia de los padres peregrinos ante la tierra de promisión en la que habrían de asentarse tras huir de las hambrunas y las guerras que asolaban Europa. No menos de sesenta y siete localidades tienen ese nombre en el país y por antonomasia es la ciudad en la que habita la familia Simpson, la representación más acabada y certera de esa América cancelada que tiene su esperanza depositada en míster Trump. A los habitantes de esa ciudad imaginaria y prolija, que representó el sueño americano y hoy es una realidad destartalada y erizada de resentimiento se dirigió ayer el candidato republicano con el argumento de que los millones y millones de inmigrantes a los que empujan los gobiernos del sur de Rio Grande se comen los perros, gatos y demás mascotas de los vecinos de Springfield.

Lo fascinante de este argumento que míster Trump defendió con su característica obcecación  en el debate televisivo con la candidata demócrata Kamala Harris no reside en que sea un bulo que se ha paseado durante meses por las redes sociales, sino en su grotesca bajeza. ¿Alguien podría imaginar que en el país más poderoso del mundo, la tierra de las oportunidades, el imperio de la libertad, iba a servir de argumento electoral una imagen tan delirante y vomitiva como la de millones y millones de alienígenas que devoran perros y gatos? El guionista más tronado de Hollywood no se atrevería a presentar una historia con esa base.

Y sin embargo el discurso no carece de lógica: gentes venidas de lugares ignotos invaden nuestras ciudades y nos quitan lo nuestro, empezando por lo más caro a nuestra sentimentalidad, las mascotas, después de okupar nuestras casas.  La alucinación difundida por míster Trump encuentra así una conexión argumental con el martilleante mensaje de los programas televisivos de Susanna Griso o Ana Rosa Quintana, que no cesan de recordarnos que nuestra casas están o estarán okupadas por millones y  millones de inmigrantes, que, claro está, se comerán a nuestro querido bichón maltés en cuanto lo guisen en la cocina que han okupado, como sabemos que hacen los chinos. La fantasía del gran reemplazo es un libro de recetas culinarias para adobar mascotas.

Trolas, leyendas, mitos, insidias, han sido un componente esencial en el arte del gobierno de los pueblos desde que la mona Lucy se erigió sobre sus patas traseras e inventó la estrategia. En este momento de crisis, el engrudo discursivo tiene como objeto impugnar el sistema político del que ha nacido y apunta al doble fracaso del neoliberalismo, que ha conseguido en una tacada aterrorizar a los poseedores de perros, gatos y canarios y expulsar a los desposeídos, tan hambrientos que no dudarían en comérselos si se les ofreciera la ocasión. La leyenda de los devoradores de mascotas tiene los cuatro rasgos que caracterizan al fascismo desde que este irrumpió en la historia: 1) el sentimiento de agravio de una colectividad que ve amenazadas sus ganancias de los buenos tiempos, 2) perpetrado por seres extraños de hábitos subhumanos y aterradores, y 3) agitado por un ogro delincuente y disparatado, que 4) predica un pasado imaginario y él mismo funge de padre de la nación.

Los analistas del debate televisivo Trump/Harris han extraído dos conclusiones contradictorias. El debate lo ha ganado Harris pero Trump no ha perdido ni un voto a favor de su adversaria, después de haberse despachado como lo que es, un tipo que ha hecho de la mentira un arma temible. He aquí otro rasgo del fascismo, que tal vez solo pueda parar Taylor Swift.