Días atrás, la televisión pública emitió en horario nocturno ¡América, América!, la película de Elia Kazan (1963) hoy olvidada como la mayor parte de la obra de este gigantesco cineasta norteamericano fallecido en 2003. El viejo que la reencontraba en la tele, sin embargo,  volvió a sentir la turbadora y a la vez exultante emoción que recordaba asociada a sus imágenes de cuando la vio por primera y, creo, única vez hace sesenta años. La historia que se cuenta es la de un joven griego que emigra a Estados Unidos a principios del siglo pasado, cuando su país y su gente estaban aplastados por el poder otomano. El relato sigue los pasos por la meseta de Anatolia del adolescente Stavros, interpretado por el hipnótico actor Stathis Giallelis, a través de campos, caminos, posadas y guaridas de un país devastado y un paisanaje inhóspito, hasta Constantinopla, hoy Estambul, donde deberá tomar el barco hacia América con el dinero que le ha dado su familia.

Es una historia de resolución y esperanza sobrehumanas, rodada sobre el terreno como un documental –en blanco y negro, grano grueso en la textura de la imagen, actores desconocidos y una impecable puesta en escena de época-, tenso, dramático, inquisitivo y extrañamente veraz. El joven Stavros, protagonista y conductor de la historia, es trasunto del director del filme, él mismo nacido en Constantinopla y llegado a Nueva York con sus padres en 1913, donde se convertiría en una leyenda de las artes escénicas y del cine. La película, pues, es un homenaje a la fuerza de los migrantes pero es también una afirmación del inconmensurable valor de su aportación a la riqueza del país que los acoge. Cuando se estrenó esta película, España era una exportadora neta de emigrantes, compatriotas que engrosaron el producto nacional con las remesas que enviaban a su familia y a los que debemos buena parte del bienestar del que ahora disfruta el país. La exhibición de la película debería formar parte del programa de educación para la ciudadanía en los institutos de secundaria.

Pero es una ocurrencia tonta. La inmigración es ya el principal problema de la sociedad española, a juicio del buen pueblo debidamente encuestado, aunque si se desciende al detalle es una minoría de interrogados los que logran explicar por qué. El peligro de la inmigración se ha convertido en una creencia atmosférica, como el oxígeno del aire cuya existencia no necesita probarse para seguir respirando. Es el argumento más obvio a mano de los promotores de la xenofobia que se viene apoderando de Occidente,  los cuales necesitan alguna prueba empírica para reforzar y mantener vivo el espantajo. En Solingen (Alemania) ya la han obtenido: un joven sirio acogido a asilo apuñala a tres personas en una fiesta local y aumenta el voto neonazi. En España aún estamos esperando, pero paciencia que todo llegará. Un tal don García Albiol, a la sazón alcalde de Badalona (217.000 habitantes), se irrita porque los migrantes usan móvil y gafas de sol y tienen aspecto saludable y espera, desea, más bien, que ese desenfadado aspecto anuncie la comisión de algún delito.

El rechazo a la inmigración es síntoma de una sociedad debilitada, confundida y sobre todo acobardada y este ejército de las sombras que habita nuestra cabeza ya ha conseguido algunos avances significativos en la demolición de las instituciones comunes: Países Bajos quiere salir de la normativa comunitaria y actuar por su cuenta en materia de inmigración y asilo, y lo mismo pretende Hungría, el anabolizado socio centroeuropeo. Luego, de una u otra manera, irán sumándose los demás socios.

Los países meridionales intentan detener la inmigración subcontratando el control de los flujos a los gobiernos norteafricanos, e Italia ha implicado a la vecina Albania en la recepción de los rescatados en el mar a fin de que no pisen suelo italiano y en consecuencia resulten protegidos por la fastidiosa legislación comunitaria. A míster Starmer, flamante líder laborista de Gran Bretaña y abnegado gestor de las consecuencias del brexit, este sistema le parece digno de servir de ejemplo. A su turno, España no logra el mínimo acuerdo interno para que los gobiernos regionales compartan la acogida de unos centenares de menas, como turbiamente llamamos a los menores migrantes que llegan a nuestras playas, los stavros de estos tiempos confusos.

La izquierda ya ha perdido esta batalla cultural y no encuentra el fulcro para pasar al contraataque frente a la oleada de bulos y la tenacidad de la propaganda difundida por un movimiento xenófobo, que, como se dice ahora, es transversal e inclusivo y tiene su propia teoría: el gran reemplazo. Delirante, sí, y potencialmente criminal, pero muy envolvente y pegajosa cuando la piel está cubierta por el sudor del miedo. El gobierno tripartito alemán, impecablemente europeísta, ya ha introducido controles en sus fronteras nacionales que conectan con los países vecinos miembros de la unión. Adiós a Schengen y a  lo que significa.

Europa se da buena mano para lastimarse a sí misma. La última vez (1945) entró en un  beatífico coma narcotizada bajo la tutela política y militar de los imperios que ganaron la guerra provocada por los europeos. Ahora intenta despertar, pero, como los alcohólicos reincidentes, aquejados de delirium tremens, no ve más que bichos alrededor.