Are you talking to me? (Travis Bickle, taxista de Nueva York)

Los oteadores del estado anímico de los llamados a votar en las presidenciales de Estados Unidos han detectado cierta desafección hacia la candidata demócrata Kamala Harris en las comunidades latinas y afroamericanas. La razón, según estos observadores, es el machismo inherente a estas subculturas y el temor a que la antigua fiscal general de California no sea lo bastante contundente contra la inmigración que cruza a nado el Río Bravo (el río de John Wayne). En resumen, los morenos de pelo negro y rizado quieren ser blancos de pelo trigueño o calabaza porque no quieren ser losers. Se plantan ante la foto del/la candidato/a y le preguntan: ¿Habla usted conmigo? ¿sabe quién soy? ¿conoce el fondo de mi alma? No soy un fucking nigger ni un fucking wetback. Yo soy Travis Bickle y a mí no me tose nadie.

Travis era un pringao que conducía un taxi mugriento durante el turno de noche por el marasmo de Nueva York hasta que encontró sentido a su vida; se armó con unos cuantos pistolones, provocó una matanza de vecinos, rescató de la mala vida a una nínfula adorable procedente de las ondulantes praderas del Midwest y salió en los periódicos y en los informativos de la tele convertido en un héroe americano. América grande de nuevo significa más oportunidades para los travis nativos que recorren la noche interminable en un taxi y eso exige dos condiciones: frenar la competencia de los aspirantes a travis que pugnan por entrar desde el otro lado de Río Bravo y restaurar el orden tradicional en el que la pistola la lleva el tío, que puede ser un proxeneta, sí, como era Sport Higgins en el cuentecillo que hilvana este comentario, pero también un caballero artúrico que libra a la dama de las garras del dragón, como demostró ser Travis Bickle.

Kamala Harris destroza con su sola presencia esta ensoñación patriótica. Es demasiado segura de sí misma y tiene una risa fácil. Al otro lado del mundo, los talibanes afganos han prohibido a las mujeres que rían o hablen en voz alta pero aquí somos demócratas y les dejamos que se presenten a las elecciones. Otra cosa es que les votemos y que aceptemos el resultado si son elegidas.

En el laberinto de espejos en que se ha convertido el mundo occidental, la identidad parece ser el único salvoconducto. Necesitamos estar representados por nuestra propia imagen, hecha de sueños, y no necesariamente por quien defiende nuestros intereses. Travis Bickle hablaba consigo en el espejo para afirmarse. Cualquiera tiene en el bolsillo un puñadito de circunstancias como piezas de lego con las que construirse la identidad y un espejo en la pared donde componer la figura. La elección política, en este sentido, deja de servir a un proyecto colectivo de futuro para convertirse en una agregación de rasgos que nos devuelve la propia imagen. En el espejo, o en su versión portátil, el dispositivo móvil que nos acompaña a todas partes, solo dialogamos con nosotros mismos. La sorpresa está en que esta proliferación de identidades, que se creen diferentes, forma al final un arquetipo, un álbum de caras repetidas: una Gestalt, y detrás de tanto narcisismo está el miedo a romper el molde que nos sirve de nido. Un conservadurismo feroz, agresivo y estéril, que es la opción dominante de este tiempo.