El título de este comentario parece propio de lo que antaño se llamaba una novela de quiosco, pero es, literalmente, el título de una crónica de The Economist publicada ayer por el diario catalán de referencia. The Economist expresa la visión que del mundo tiene el recio conservadurismo anglosajón, que quizá no esté en su mejor momento, pero que aún es un poder al que tener muy en cuenta si queremos entender de qué va la cosa. En general, estas crónicas suelen ser explicativas y ponderadas, se esté o no de acuerdo con el enfoque, pero la que se glosa aquí parece un sermón cercano a la histeria, como si hubiera sido escrito por un becario necesitado de hacer méritos o por un viejo redactor pasado de gin-tonic que no puede pensar en otra cosa que no sea la inminente fecha de su jubilación.

La crónica es un rosario de afirmaciones sin desarrollo y a bulto sobre la omnipotencia de los espías rusos, cuya sombra retorna así al estereotipo acuñado en la guerra fría. He aquí algunos fragmentos literales:

“Lo que intenta Putin es golpearnos por todas partes”, sostiene Fiona Hill, que ha trabajado en el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos.

Sir Richard Moore, jefe del MI6, el servicio británico de inteligencia exterior, lo expresó de forma más contundente: “Los servicios de inteligencia rusos se han vuelto un poco salvajes, la verdad”.

Sus propagandistas [de Rusia] han difundido  desinformación  por todo el mundo. Sus fuerzas armadas quieren poner un  arma nuclear en órbita. La política exterior rusa lleva mucho tiempo chapoteando en el caos. Ahora parece querer ir más allá.

En África, por ejemplo, Rusia ha utilizado mercenarios para desbancar la influencia francesa y estadounidense tras los golpes de Estado en Mali, Burkina Faso y Níger. En abril, llegaron a Níger unos 100 asesores del Africa Corps, sucesor del Grupo Wagner. Estados Unidos se ha visto obligado a cerrar su valiosa última base en el país.

En julio se supo que Rusia había planeado asesinar a Armin Papperger, director de Rheinmetall, la mayor empresa armamentística alemana.

Según los servicios de inteligencia franceses, Rusia fue responsable de la aparición en junio de ataúdes cubiertos con la bandera francesa y el mensaje “Soldados franceses de Ucrania” junto a la torre Eiffel.

El hecho de que Vladímir Putin estuviera dispuesto a enemistarse con Mohamed bin Salman, el gobernante de facto del reino saudí y a quien ha cortejado durante años, constituye un indicio de hasta qué punto la guerra ha canibalizado toda la política exterior rusa. (A propósito de esta última afirmación, quizá la enemistad de Putin con el príncipe saudí, partidario de descuartizar a sus críticos, se deba a que se ha hecho amiguito de los impecables demócratas de la Unión Europea).

Este es el tono de la crónica, que parece preanunciar un clima propagandístico generalizado en modo Orwell 1984.

Nota bene. Este escribidor es consciente de que su comentario y singularmente las dos últimas líneas de la conclusión pueden ser materia delictiva si sigue la deriva de la guerra de Ucrania y se impone la ley marcial, así que quiere dejar constancia de que no le gusta Putin y cree desde niño en las maquinaciones de los espías rusos, como creyó en las maquinaciones del diablo. De hecho, puede atestiguar que, acompañado de su amigo Quirón, ambos vieron con sus propios ojos y grandísimo asombro a un espía ruso en acción. Fue una noche de jarana en el llamado drugstore de la calle Velázquez de Madrid, un estrepitoso lugar de copas muy frecuentado en los años ochenta y desaparecido hace décadas. En un entorno de beodos gritones se sentaba en una mesa un solitario anciano de cabeza maciza, cejas boscosas y expresión abatida en el que Quirón y su amigo identificaron a Enrique Líster. Sí, no había duda, a pocos metros en línea recta estaba el mítico comandante comunista del que el gran poeta Antonio Machado dejó escrito: Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría. ¿Qué hacía allí el héroe al que Mihail Gorbachov estaba desmontando por aquellos días la última causa por la que había luchado? Pronto se despejaría la incógnita. Los dos asombrados provincianicos asistían a una cita clandestina como de novela de John le Carré. Al cabo de unos larguísimos minutos, se acercó a la mesa del héroe solitario un espía ruso, fácilmente reconocible porque iba ataviado con un chaquetón de cuero de película en blanco y negro, tocado con una papaja o  gorro cosaco de astracán y portaba un maletín de firme cerradura y correas de refuerzo, donde, como es sabido, los espías transportaban los documentos secretos en la época analógica . El espía y el general cansado cambiaron unas palabras y abandonaron juntos el local sin que nadie advirtiera su presencia excepto los dos listillos de provincias que han guardado silencio hasta ahora. Ya ven, los espías rusos están por todas partes, así que ojito, y pocas bromas.