Encuentro en la verdulería, entre acelgas y melocotones tardíos, con uno de esos fantasmas que se aparecen a los viejos sin ser convocados, un condiscípulo del colegio surgido de un espeso olvido de sesenta años. Va atildado y tocado con una coqueta gorra de béisbol, como corresponde al jubilado bienestante y se presenta con el santo y seña consabido: ¿qué, cómo estás? El viejo le devuelve la contraseña: estoy de pie, lo que no es poco. Unos segundos de fastidioso silencio, pero esta vez hay tema: lo de Valencia lo ha organizado Sánchez para tapar lo de Errejón, dice la aparición con una beatífica sonrisa de complicidad. El viejo le sigue elusivamente la corriente: no lo digas en voz alta porque hay gente que lo cree. El cruce de ocurrencias debería terminar aquí, pero quiá, la bola ha empezado a rodar: tengo un primo en Valencia, le llamé ayer y me dijo que es horrible. El viejo piensa que eso ya se ve en la tele y responde educadamente: sí, horrible.  El fantasma entra en detalles: en el pueblo de mi primo, la riada [denominación tradicional de la dana en la remota provincia subpirenaica] ha llegado hasta el techo de las bajeras, dos metros y pico de altura, están sin luz, sin agua, sin comida, y nadie hace nada. La conversación entra en terreno quebradizo y el viejo se repliega: sí, es tremendo.

Pero el fantasma ya ha encontrado el hilo del relato: y esa ministra, cómo se llama, Robles o como sea, tarda la hostia en mandar al ejército, lo manda a Afganistán, a Líbano, a defender los derechos humanos y aquí, que nos pudran. Al viejo le puede la temeridad y entra al trapo: ha mandado al ejército cuando se lo han pedido, la autoridad en estos casos es del presidente de la comunidad autónoma, el gobierno no puede enviar tropas de propia iniciativa porque le acusarían de dictador y de querer invadir Valencia. El fantasma ya tiene la respuesta: claro, porque el presidente de Valencia es del otro partido y así le echan la culpa. Al ejército hay que mandarlo aunque no te lo pidan porque es el único que puede poner orden y para eso está. El viejo siente que ha sucumbido a la ola, pero esta no amengua y el fantasma abunda en su argumento: los militares impresionan, la policía también, claro, pero los militares más. Una vez estuvimos en París y pasaba no sé qué y ahí estaban los soldados, junto a la cola de los que subíamos a la torre Eiffel, con los fusiles aquí [hace un gesto de los brazos sobre el pecho que remeda la posición militar de prevengan]. El ejército está para protegernos pero aquí está formado por sudamericanos…, concluye el fantasma con un gesto de desencanto y desprecio volviéndose hacia la cajera para pagarle la compra. Bueno, tenemos pendiente una comida, ya te avisaré, se despide el fantasma.

El viejo se siente como un náufrago rescatado de milagro; intenta recuperar la respiración porque en un encuentro que ha durado apenas un par de minutos en el curso de una rutina doméstica le han propinado un discurso fascista que incluye: un bulo como aperitivo, descrédito del gobierno constitucional, rechazo a las instituciones democráticas, apelación a la autonomía del ejército y, de postre, un chupito de racismo. Lo curioso es, sin duda, que el ciudadano de la gorra de béisbol se extrañaría si se le dijera que habla como un facha de tomo y lomo. Sus opiniones están dictadas por eso que llamamos malestar ciudadano, el cual tiene causas en su mayor parte exógenas y sobrevenidas: una pandemia, una crisis financiera, la inflación provocada por el estado de guerra exterior y ahora una inundación, nada que no haya ocurrido en tiempos pasados y no tan remotos. La novedad de esta circunstancia no son los hechos causales sino su efecto como despertador de las opiniones más estúpidas y los sentimientos más mezquinos. ¿Qué coño hemos hecho en estos cuarenta años de democracia?