Es un clásico de la iconografía representativa de la modernidad española. La primera imagen de este icono se pintó entre 1822 y representa a dos mozos con las piernas enterradas hasta las rodillas en el lodo batiéndose a garrotazos hasta la aniquilación de uno de los contendientes. Los espectadores del museo lo contemplan como la expresión del absurdo y pasan a otro lienzo, como si fuera cosa del pasado. El imaginario español es muy generoso con el presente y soñador para el futuro. Luego, la imagen ha tenido múltiples versiones y recreaciones en innumerables circunstancias y con innumerables contendientes, pero siempre con las dos mismas constantes: el barro que mantiene a los personajes clavados a la historia y el carácter binario y resolutivo de la pelea. Yo o el otro.
La última versión dramatizada del cuadro tuvo lugar ayer en Paiporta, epicentro del desastre que se ha abatido sobre la comunidad valenciana y otras regiones mediterráneas a donde acudieron los reyes, el presidente del gobierno y el presidente de la comunidad autónoma con fines apaciguadores y de consuelo a las víctimas y resultó en una agria batalla de insultos y lanzamiento de objetos contra los indeseados visitantes, que son las máximas autoridades del estado. Podemos pensar que los mozos que pinta Goya pelean entre sí por desesperación, porque el estado es ineficiente para proteger a sus ciudadanos y los ha abandonado al albur de su desgracia. Esa es la causa evidente que ha provocado el incidente de Paiporta, pero ningún episodio histórico agota su significación en las meras apariencias. Intentemos una deconstrucción, como diría un intelectual francés, del suceso y de sus protagonistas.
El rey. La visita de la pareja real era por completo innecesaria porque, en el más optimista de los pronósticos, interrumpiría durante unas horas las urgentes tareas de salvamento. El rey carece de competencias para hacer o instar cualquier esfuerzo adicional de los servicios de salvamento y en ese sentido su presencia vale menos que la de la vecina que intenta limpiar el barro de su casa con una escoba o se desplaza entre las ruinas para conseguir pañales o leche condensada. Pero Felipe VI está necesitado de conectar con el pueblo. Desde que subió al trono, ni el carisma ni las circunstancias han ayudado a su visibilidad, como si el país pudiera funcionar sin él; en medio del guirigay político parece un florero olvidado. Así que, si toca recibir unas pellas de barro en el traje en medio de un tumulto de desesperados provocado por él mismo, sea. El armiño no teme al barro y aparta al sirviente que quería protegerlo con un paraguas como un torero exige a la cuadrilla ante el toro, dejadme solo. Y, en efecto, sus acompañantes oficiales, don Sánchez, al que agredieron y hostigaron, y don Mazón, que nunca está en su sitio, le dejaron solo, a él y a la reina, también embadurnada de tragedia. Al final el rey consiguió el objetivo: Felipe, no nos abandones, clamaba el noble y sufrido pueblo, y don Felipe confirmó un axioma bien sabido por los Borbones: la monarquía se sostiene sobre la incompetencia de la sociedad civil y sus representantes.
El presidente del Gobierno. Don Sánchez ha introyectado la idea de que meterse en el barro es el camino más seguro para que la oposición le acuse de haber provocado el barrizal, así que ha destilado una táctica reactiva que consiste en replicar a cada iniciativa de la derecha saliéndose por la tangente, siempre con excelentes resultados. Si necesitan ayuda, que la pidan, es la malhadada frase que ha puesto en evidencia esta estrategia. En esta ocasión, ha dejado que el gobierno de Valencia estuviera hasta el cuello de barro para movilizar recursos nacionales: la intervención del ejército, cuantiosas partidas de dinero para hacer frente a los daños y, más difícil todavía, poniendo a los ministros de su gobierno a las órdenes del presidente autonómico para hacer frente a la emergencia. Sin embargo, la dimensión de la tragedia y la propia idea que los españoles tienen del funcionamiento del estado han hecho imposible esta vez que don Sánchez quedara al margen de la ira popular (la ira mediática la padece de oficio). Para los ciudadanos de la monarquía, siempre celosos de su identidad regional, el estado es el gobierno central, y las taifas autonómicas son administraciones menores y delegadas que deben ser obviadas y neutralizadas apenas la cosa se pone cruda. La ineficiencia de los gobiernos de las nacionalidades y regiones para hacer frente a desafíos que exceden de largo a sus recursos opera a favor de recentralización que quiere la derecha y abona su juego. La derecha es mayoritaria en los gobiernos regionales y locales, que, si las cosas van bien, desdeñan al gobierno central para atribuirse los éxitos, y si van mal, despotrican de él para atribuirle los fracasos. Esta vez, don Sánchez ha quedado pinzado en esta trampa.
La derecha. En algún momento de las primeras horas del desastre, el presidente autonómico, don Mazón, entró en shock, se enfundó en un chaleco de salvamento y vaga por el escenario como un fantasma sobrepasado por los acontecimientos. La ristra de errores del gobierno regional que preside es inacabable y viene de lejos. Canceló la agencia regional de emergencias porque le parecía un chiringuito, y en la actual tesitura desatendió las alertas meteorológicas y ha evidenciado una notoria incapacidad para organizar la respuesta. Por supuesto, cuando su jefe de filas ha intentado echar una mano la ha pifiado sin remedio. Si el pepé valenciano eliminó la agencia regional de emergencias, ese tonto maligno que encabeza el pepé sugiere eliminar la agencia nacional de meteorología. Ahora, para eludir las responsabilidades de su partido, reclama que don Sánchez tome el mando y declare el estado de alarma, en la esperanza de que el tribunal constitucional declare la medida inconstitucional dentro de unos meses. No es fácil jugar con ventajistas y tahúres. Es la pinza que se menciona en el párrafo anterior, a la que se ha sumado don Mazón señalando la responsabilidad del desastre en la unidad militar de emergencias y en la confederación hidrográfica. Esta derecha depredadora no dudará en destruir el estado para conservar el predio, cuya explotación masiva e incontrolada está en el origen de los efectos de la dana. De añadidura, en esta última versión del duelo en el barro participó también la derecha extrema (más), que no podía dejar pasar un buen desastre natural para elevar la temperatura, y allá estaban los squadristi a la tarea de hostigar y agredir al presidente del gobierno y de agitar la agitación.
Nada que no ocurra casi todos los días. Sí, quedan las víctimas, el dolor, el resentimiento, el barro, los daños materiales a las infraestructuras y a los cultivos, pero todo eso lo mitigará o lo resolverá el tiempo y el Duelo a garrotazos seguirá colgado en las paredes del Museo del Prado.