No puede decirse que el gobierno de Hitler no fuera un distraído equipo de friquis, que, de no haber ido las cosas como fueron, bien podrían formar una pandilla callejera en un cómic underground. Goebbels, un cojo y mentiroso enloquecido, no dudó en asesinar a sus hijos e hijas cuando vio que la realidad no era como él la predicaba. Goering, un gordinflón drogadicto engalanado con uniformes de color azul celeste, operaba como un cleptómano saqueador de los museos de Europa. Himmler, un burócrata maníaco de papadita ridícula, creía en las brujas y en que el pueblo alemán tenía un origen mitológico. Heydrich, el único que se parecía físicamente al tipo ario de la propaganda nazi, fue un ligón compulsivo expulsado de la marina de guerra con deshonor, que encontró su destino como el carnicero de Praga. Eichmann, el más anodino, fue el funcionario capaz de organizar la logística del mayor genocidio de la historia, inspirador de uno de los tópicos más divulgados de la teoría política del siglo XX: la banalidad del mal. Y, por último, el jefe de todos ellos, un pintamonas herido en su amor propio porque suspendió el examen de acceso a la escuela de bellas artes en la misma convocatoria que ganó Oskar Kokochska y se juró que el mundo entero pagaría esta afrenta de la élite cultural a cuyos representantes condenó como artistas degenerados.

El mismo motivo, la venganza contra la élite –fight, fight, fight-, ha sido el motor que ha llevado a míster Trump a la presidencia de su país y, por extensión, al trono de emperador de esta parte del planeta. Sin entrar en más detalles, Hitler y Trump tienen un par de rasgos en común. Ambos son personajes frustrados en su profesión original, cuando tal vez aspiraban a ser gente decente y constructiva: el primero fue un falso artista pintor y el segundo es un falso empresario. Los dos son individuos desquiciados, impostores que arrojan sobre la sociedad el coste de sus frustraciones. El otro rasgo compartido es un físico exageradamente grotesco y extravagante, que sugiere una caricatura reconocible en unos pocos trazos: un flequillo y un bigotito en el primer caso y una cresta de color calabaza en el segundo. Tal vez este segundo sea la reencarnación del primero, después de pasar por la peluquería. ¿Eterno retorno? ¿Pesadilla védica?

Los primeros cuates del futuro gobierno de Trump que van saliendo a la luz confirman el presagio. Un tal Matt Gaetz, investigado por tráfico de imágenes guarras y por ayuntamiento carnal con una menor, será fiscal general de la república; un Kennedy resentido por el glamur de sus ancestros y conspiranoico chiflado que cree que el coronavirus fue diseñado por una mente maléfica para exterminar a todos los grupos humanos que no sean judíos o chinos, será secretario del departamento de salud; otro tal Pete Hegseth, presentador de televisión se postula al frente del departamento de defensa y del mayor ejército del mundo, y el inevitable Elon Musk, este sí, salido de un tebeo de Marvel, se ocupará de purgar la administración pública de varias decenas de miles de funcionarios, dirigirá el mayor servicio de espionaje, propaganda y cretinización social de la historia a través de la red X de su propiedad y marcará el sesgo de la economía y la investigación a través de sus empresas automovilísticas y aeroespaciales para colonizar Marte con los supervivientes de su gestión en la Tierra. A estas figuras hay que añadir la tropilla de incondicionales del presidente caracterizados porque en el pasado le odiaron y ahora le adoran, como el propio vicepresidente míster Vance, cuya abuela tenía un arsenal de diecinueve pistolas para defenderse de los malos. Comparado con el poder real, militar y económico, que acumula esta pandilla al servicio de un delincuente convicto por treinta y cuatro delitos y pendiente de otros varios juicios por el intento de revertir resultados electorales, hurtar documentos clasificados e instigar el asalto al Capitolio, los jerarcas nazis no pasaban de malotes de guardería. Ojalá te toque vivir tiempos interesantes, dice la maldición china.