La derrota electoral sin paliativos sufrida por el partido demócrata estadounidense frente a un extremista (los adjetivos se deshacen como el mar contra un acantilado cuando se aplican a míster Trump) ha llevado inevitablemente a los liberales/centristas/moderados a diagnosticar la causa de la derrota de la izquierda, extensible a todas las sociedades occidentales a la vista de su creciente y al parecer imparable derechización. Estos liberales prestos a emitir un juicio son la clase de jueces que detestan a la izquierda por ser demasiado roja y luego lamentan que no lo sea lo bastante cuando es derrotada. La jerga política está plagada de significantes vacíos pero quizá ninguno esté tan vacío como los términos liberal, centrista y moderado.

El centro no existe, así que mal pueden existir los que dicen ser sus habitantes. El centro es la línea de fricción entre la derecha y la izquierda, y, según las circunstancias y el punto de vista del observador, se sitúa más a la derecha o más a la izquierda, pero no es una ideología ni una tradición política sino una pose. Igualmente, la moderación es una actitud o un talante personal, que vale en el trato de proximidad, familia, negocios, vecindario, pero tiene poco alcance. Todos somos moderados o extremistas en algún momento. Lo que induce el espejismo de la moderación es la estabilidad social y el hecho de que una amplia mayoría se sienta conforme en el marco en el que vive y crea tener sus expectativas colmadas; cuando esto no ocurre, como es el caso ahora mismo, la moderación tiende a evaporarse.

Por último, el término liberal goza de un prestigio añejo y perfumado hasta el punto de que sirve de marbete de calidad para la democracia y los occidentales llamamos democracias liberales a nuestros regímenes políticos, e iliberales (qué adjetivo tan cursi para no mencionar el término más exacto de autoritario [*]) a los que se salen del molde. En nuestra remota juventud, cuando la democracia tenía un brillo solar, magnético y lejano al mismo tiempo, nos decíamos que no necesita adjetivos porque entonces se llamaba oficialmente democracia orgánica a la dictadura de Franco y democracias populares a los regímenes comunistas del este europeo.

Democracia y liberalismo maridaron en el siglo XIX, cuando la expansión de los mercados requería la participación política de sus operadores. Libertad política y libertad económica eran de alguna manera sinónimos. Esta simbiosis se desvirtuó cuando los que no tenían capital para operar en el mercado reclamaron sin embargo la participación política para garantizarse el acceso a la parte de las rentas que producían con su trabajo. En su última fase oligopólica y global del capitalismo, la que vivimos ahora, se ha descubierto que el mercado no solo no necesita la democracia sino que puede desarrollarse mejor sin ella. Esto ya era evidente para los economistas de la escuela austríaca, que inspiró la revolución conservadora de Reagan y Thatcher y su derivada, el neoliberalismo actual, y ha hecho posible que un tipo armado con una motosierra que se propone destruir la cohesión social y las estructuras del estado gane las elecciones en Argentina por goleada.

¿Qué dicen, pues, los liberales sobre la derrota de la izquierda? Los argumentos se resumen en dos, a saber: uno, la izquierda no ha sabido atender a las necesidades de los trabajadores que son su electorado natural y se ha perdido en políticas abstrusas, propias de universitarios pijos, como la identidad, lo woke, etcétera, y dos, las clases medias están agobiadas por los impuestos y se sienten paganas de las disfunciones del sistema, como la inflación incontrolada. Veamos.

Uno. Si la izquierda ha abandonado a los trabajadores es porque estos han desaparecido. El proletariado industrial, perfectamente discernible en sus dimensiones y necesidades, se ha transformado y dispersado en un precariado del sector servicios por efecto de la deslocalización fabril y los cambios en el modo de producción impuestos por las nuevas tecnologías. En consecuencia, las medidas típicamente socialdemócratas como las que practica el gobierno español y su ministra de trabajo carecen de fuerza determinante para modificar el pensamiento hegemónico, como se advierte en los resultados electorales.

La izquierda no ha abandonado a los trabajadores sino los trabajadores a la izquierda porque, simplemente, el capital dispone de recursos de seducción y presión social sin precedentes. Los discursos identitarios y woke tiene una función ambigua en este marco: profundizan el individualismo imperante, por lo que se alejan de la izquierda tradicional, y al mismo tiempo amplían los márgenes de la libertad individual hasta un punto difícilmente asumible para los intereses de la derecha, que no solo necesita una cierta homogeneidad social para implantarse sino que esta se apoye en valores conservadores y arcaizantes. El proyecto antropológico de la derecha triunfante es contradictorio: un cavernícola antiilustrado con un dispositivo móvil de última generación en la mano. Lo que no quiere decir que no sea atractivo, a juzgar por los resultados: .

Dos. Las clases medias no soportan la carga fiscal ni que salga de sus bolsillos el pago de las disfunciones del sistema económico (la inflación crónica, por ejemplo), dice el argumento moderado y liberal. La noción misma de clase media es bastante difusa y podríamos aventurar que incluye no solo a las antiguas categorías de burguesía y pequeña burguesía sino también a la parte de la clase obrera que, en los pasados años de bonanza, consiguió capitalizar su esfuerzo y tiene una vivienda en propiedad y una pensión razonablemente digna, aunque sus hijos, que tuvieron la mejor educación posible, están condenados a la incertidumbre y la precariedad. Este conglomerado de clases medias teme perder su posición económica, porque ciertamente el mundo que se la proporcionó ya no existe, y rechaza el objetivo que antes aceptaba: el estado como igualador de rentas y oportunidades. Es una fuerza social inerte que vota instintivamente a un conservadurismo que tampoco existe porque el puente de mando lo ocupa una partida de lunáticos, logreros y matones, de la que Trump y su gobierno son el ejemplo más conspicuo. Las clases medias que introdujeron la Ilustración votan ahora a los terraplanistas.

El cuadro, pues, aparece definido por una izquierda que pedalea en el vacío y una derecha cuyo bienestar está amenazado o mengua a ojos vista, ambas enfrentadas a grito pelado, y la plaza del mercado convertida en el patio de Monipodio, atravesado de tentaciones bélicas y autoritarias. ¿Qué significa ser liberal o centrista en este caos?

(*) Una modesta proposición lingüística: ¿por qué no llamamos democracia híbrida a regímenes como el del señor Orban en Hungría y el que nos impondrá en España la coalición reaccionaria pepé-vox si gana las elecciones? Híbrido es un neologismo de moda como calificativo de la guerra en la que estamos inmersos y tiene la ventaja de aludir a una realidad hipotética, como la del gato de Schrödinger.