Un viejo es una marioneta sin hilos, un títere sin titiritero, gobernado por recuerdos, pulsiones, imágenes y afectos o desafectos, que le asaltan y le abandonan sin causa externa ni voluntad interna. Este estado de agitación mental dificulta su relación con la realidad, que se le muestra extraña, huraña, y siempre ajena. Las palabras y los gestos de acercamiento al entorno próximo –amigos, familiares, vecinos- se frustran a medio camino y adquieren una apariencia estéril, fallida; los intentos argumentales de entender el entorno lejano –la política, la sociedad, la naturaleza- se convierten en clichés apenas formulados y desaparecen de inmediato en la niebla del olvido, que puede ser instantáneo: el fulgor de un recuerdo que parece llamado a explicar el presente y se desvanece apenas entrevisto.
El olvido, he aquí el contrincante principal del viejo, que intenta frenar la vertiginosa deriva cuesta abajo que le lleva a él. Pero lo hace pedaleando contra el tiempo por el único medio disponible: la recuperación del pasado, o mejor dicho, de las voces y los gestos del pasado. Es un recurso fraudulento, además de inútil. Los humanos vivimos en la historia y el viejo está saliendo de la escena donde se representa sin posibilidad alguna de retorno.
En este caso, el viejo quiere, literalmente, volver al escenario y que un titiritero gobierne sus palabras y sus gestos. De joven, estuvo fascinado por el teatro e hizo algunos pinitos como actor y director de escena, que se frustraron porque la realidad es siempre más fuerte y torticera que los sueños. Ahora, querría volver a un escenario, todavía tiene memoria y movilidad para encarnar un papel, y así se lo ha pedido en ocasiones a una antigua amiga, actriz, que no toma en serio sus demandas. Hasta para construir algo tan volátil como una representación teatral es necesario cierto grado de incentivo, afecto y voluntad, que escasea en la edad tardía.
Al viejo le gusta verse como un personaje de Beckett: un despojo que nada tiene que contar pero que, si cesa de emitir esos sonidos articulados que llamamos palabras, su propio silencio le oprime la garganta y le priva del aire que necesita para seguir vivo, lo que quiera que eso signifique. Es un personaje que monologa en un presente continuo, donde el pasado se ha desvanecido y el futuro no llega, quizá porque no existe. Pero mejor ser una voz en medio de la desolación, aunque sea inaudible, que un manojo de huesos o un montoncito de cenizas.
El discurso se acerca a las quinientas palabras, un término razonable para recuperar el resuello hasta la próxima. El viejo se mira en el espejo del folio ennegrecido por el enjambre de las letras y se siente complacido. Se reconoce vagamente en la impostura de lo escrito aunque no sea un autorretrato; más bien, un retrato pintado por Francis Bacon, pero que vale para seguir tirando. Otro día, otro afán.