Yo me ocupo de Soria, no de Siria es uno de los celebrados retruécanos con que don MRajoy salpimentaba su plácida y camastrona gobernanza, y que ahora mismo le habría estallado en la cara. ¿Qué ha pasado en Siria? Pues bien, no lo sabemos a ciencia cierta. No sabemos si la guerra civil que se inició hace trece años, en marzo de de 2011, ha terminado o ha entrado en una nueva fase. Sí parece que el terrorífico régimen del dictador Bashad el Asad, cuyas víctimas se cuentan por cientos de miles, ha caído, pero no es tan fácil responder sobre quién ha ganado: una coalición de grupos armados que lidera un tal Abu Mohamed al Golani, que traen la etiqueta de islamistas y algunos de los cuales figuran en los archivos de los países occidentales como terroristas. Todos armados hasta los dientes y todos (ellas se han quedado en casa) celebrando la victoria con disparos al aire, destrucción de estatuas y placas y eventuales saqueos: nada de disciplinados desfiles, como es uso por nuestros lares. En el mundo occidental, la victoria es una promesa de nuevo orden; en el mundo islámico promete un sombrío caos. Insha’Allah.
Uno de los rasgos más inquietantes de este tiempo histórico es la opacidad del mundo islámico para las entendederas occidentales. La Umma, la comunidad de los creyentes, engloba a mil quinientos millones de musulmanes que habitan una franja en forma de media luna de más de doce mil quinientos kilómetros de largo entre Rabat y Yakarta, en la inmediata frontera meridional de Eurasia. Este colosal colectivo humano, identificado por su religión, es, en su realidad histórica, económica y política, muy variado, pero comparte dos rasgos comunes: tiene a su espalda una de las civilizaciones más deslumbrantes creadas por la humanidad y padecen una suerte de inacabable declive desde los albores de la edad moderna, allá por el siglo XVI. ¿En qué piensan los guerreros islamistas que han tomado Damasco, la ciudad del jazmín, el corazón de los árabes, que conquistaron en 1918 los beduinos de Lawrence de Arabia y que abandonaron luego porque no conseguían que funcionaran los suministros de electricidad y agua?
El derrocado El Asad, como su compadre político, Sadam Hussein en Iraq, representan el último vestigio del modelo político, caudillista, nacionalista y laico, que adoptaron los países árabes al emanciparse de la férula colonial europea después de la segunda guerra mundial. Este modelo tuvo que combatir contra la presión residual de las potencias coloniales por el petróleo y la soberanía del canal de Suez, la creación del estado de Israel, y la incomprensión de fondo de sus poblaciones por falta de respuesta a sus necesidades básicas. El entusiasmo con que recibieron a los fundadores de los nuevos estados árabes duró poco y estos regímenes se convirtieron en dictaduras terroríficas como la que acaba de ser derrocada en Siria.
La eufórica muchachada que vemos en el telediario empuñando el inevitable AK47 pregona la libertad pero no deberíamos engañarnos sobre su sentido. Si algo hemos aprendido en las últimas décadas es que en los países musulmanes no hay una sociedad civil independiente de la autoridad religiosa. La alternativa es, o la mezquita o la dictadura militar. Hay razones históricas que explican por qué es así. Las sociedades civiles occidentales las construyó la burguesía, en pugna con el poder real y después de concederse a sí misma libertad de pensamiento y de comercio; su éxito fue también y sobre todo económico, y sobre esta base asentaron su hegemonía en el planeta. En este mismo ciclo histórico, los musulmanes fueron, primero expulsados de occidente (1492), luego combatidos en el Mediterráneo, desde la batalla de Lepanto (1571) hasta la conquista de Aqaba (1917), y por último, ignorados; solo les quedó en la mochila el Corán y el kalashnikov, que son los instrumentos que estamos viendo pasearse por las calles de Damasco.
Los occidentales, ebrios de poder en plena globalización neoliberal, cometieron dos errores de percepción en las décadas pasadas: uno, etiquetar este movimiento sísmico del mundo árabe como terrorismo, simplificando zafiamente el problema y errando en su solución, y dos, ver las llamadas primaveras árabes como un avatar más de la revolución francesa, como si los occidentales les hubiéramos dejado en herencia la libertad de Delacroix en un paisaje donde las mujeres caminan embutidas en sacos. La lucha contra el terrorismo y dos décadas de intervención occidental han convertido Afganistán en un país del que los libertadores salieron (salimos) con el rabo entre las piernas y donde las mujeres tienen prohibido hablar y cantar. En la actual guerra de Siria, la potencia vencedora parece ser Turquía, el país musulmán que primero ensayó un régimen occidentalizante, nacionalista y laico, bajo el mandato de Kemal Atatürk (1923), al que enmendó hacia una constitucion islamista el actual mandatario Recep Erdogan (2002).
Y así están las cosas, vistas desde Soria.
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