Los borbones son indomables. Anda y échales un galgo. Por fin  se ha desvelado el misterio de la ausencia de una representación del estado español en la reapertura de la catedral parisina de Notre Dame. Es posible que al buen pueblo, que solo siente devoción monárquica por los reyes magos y eclesiástica por las procesiones de semana santa, esta ausencia real y gubernamental en un evento de relaciones públicas de Francia se la haya traído al pairo, pero no hay que ser un estratega para comprender que, en este momento en que se está reconstruyendo con muchas dificultades una cierta idea de Europa, con la correspondiente exhibición simbólica, España no debería perder de vista la línea de fuera de juego. ¿Va a ocurrir que al estado español le importa menos Notre Dame que a Trump o a Musk, al que se le veía en las fotos muy interesado por las arquivoltas y demás fantasías arquitectónicas del gótico? Ser europeísta y fallar en la reapertura de Notre Dame es un contrasentido, aunque solo sea por respeto a Víctor Hugo, que, por cierto, no es una peli de Disney. Por ende, hubiera sido el único viaje oficial por el que la derecha no habría reprochado al gobierno el uso del famoso falcon. A contrario, se le ha dado una oportunidad de ponerlo en evidencia. Y, para decirlo en claro, el gobierno no tenía ni p*** idea de por qué el jefe del estado o el propio gobierno no habían estado representados en París. Al parecer, van a aclararlo ahora, si hacemos caso a los tartamudeos de la portavoz gubernamental, doña Pilar Alegría.

La cosa funcionó así: el presidente francés monsieur Macron envió una invitación personal a los jefes de estado, que era intransferible, y la ministra de cultura, otra a sus homólogos europeos, igualmente intransferible. Este carácter personalísimo de las invitaciones tiene una explicación fácil y lógica: Francia no quería que la puesta de largo de su catedral se convirtiera en una reunión de mindundis delegados: ¡un respeto por la grandeur! El resultado fue que ni don Felipe y su real esposa, cuyas vidas dios guarde muchos años, ni don Ernest Urtasun, nuestro ministro de cultura, acudieron al acto por razones de agenda, según la inefable explicación de doña Pilar Alegría. El ministro de exteriores, don Albares, que ejecuta la política exterior del país, se enteró de estas ausencias por los periódicos.

Don Urtasun es un ministro sumando y quizá goza de cierta autonomía dentro del gobierno en negocios de representación del estado, y quizá también pensó que podría asistir a una futura apertura del templo cuando fuera resignificado para dedicarlo al culto de la diosa Razón, como en los buenos tiempos de la Convención. Pero la ausencia más llamativa es la de los reyes. ¿Podemos imaginar un escenario donde brille más una corona real que en la catedral, dejando aparte la contundente cresta color calabaza de míster Trump? La verdad es que este tipo y su escudero Musk fueron las estrellas de la fiesta.

El busilis de la cosa es que el gobierno no sabía dónde se encontraba el jefe del estado en el momentum parisino, lo que lleva a tiempos pasados y recientes, de fastidiosa memoria. En nuestro pintoresco sistema constitucional, donde el jefe del estado no es electo pero goza de innumerables prerrogativas y ninguna responsabilidad, el gobierno democrático debería tener por ley un control absoluto de la agenda real, sin concesión alguna a lo privado, ya que es el gobierno el que se responsabiliza de los actos del rey. El monarca representa a la nación a tiempo completo (24/7) porque para eso se le paga el sueldo y las gabelas, y si el gobierno necesita explicar por qué España no estuvo representada en París, debería poder hacerlo sin tartamudeos.