Las navidades traen pocos dones en la edad tardía. Uno, quizá el único, es la posibilidad de pasar unas horas de asueto con la nieta mientras sus padres se dedican a las tareas propias de la época: hacer compras y participar en celebraciones extra familiares, de empresa, cuadrilla y demás. Luego hay que llenar esas horas felices para que no queden grabadas en la memoria como el paradigma del tedio y malbaratar así el aprecio de la niña, el único bien que le queda al viejo canguro accidental. Un recurso inmediato es ver una peli de estreno en el cine cuya elección está al albur del mandato de la cartelera y la preferencia de la menor, así que abuelo y nieta compraron entradas y un cubo mediano de palomitas para ver Mufasa, una secuela de El rey león, que el viejo se empeña en llamar Muface, diseñada con imágenes digitales de minucioso verismo generadas por computadora fotorrealista, lo que quiera que signifique eso.

Toda la inspiración de los autores de este engendro se ha invertido en la ingeniería de las imágenes porque la historia es atrozmente estúpida y los diálogos (los leones hablan ¡y cantan!) lo son más si cabe. El artefacto es tan vacuo que podría ser un fruto típico de la inteligencia artificial (iiaaa, la sigla suena como un rebuzno). Los exhibidores han elevado a todo volumen la banda sonora, compuesta de rugidos, graznidos y barritos, estrépito de rebaños en estampida, ríos desbocados, terremotos y otras amenidades, de tal modo que el sonido deja de ser envolvente para convertirse en el desfile de una división acorazada que atraviesa los meandros cerebrales del espectador.

La sala de cine es el fumadero de opio de los cinéfilos, pero en esta ocasión al viejo le es vedado el recurso al sueñecito reparador a medio metraje cuando la película deja de interesarle y el estrépito le obliga a mantener los ojos abiertos ante una pantalla atiborrada de leones asesinos en lucha por el poder del territorio, que, sin embargo, no prueban bocado en toda película porque eso habría obligado a los tramposos creadores a mostrar al público infantil que los leones son carnívoros y se zampan las cebras, jirafas, gacelas y demás herbívoros que asisten sumisamente a la lucha dinástica de los leones y adoran al vencedor.

En ese instante, el opio produce un destello de lucidez en el viejo y descubre que él forma parte del rebaño de ñus que asisten a un drama cuyo desarrollo y resolución les importa un carajo. Mira a la nieta, sentada a su derecha, que trasiega palomitas con aire ausente y advierte que la chiquillería que forma el público está en completo silencio, ni una risa, ni una voz de susto o de inquietud. En la sala reina el mismo plácido aburrimiento que en la llanura del Serengueti, donde la única inquietud que recorre a la fauna está provocada por la cercanía de los depredadores y en esta ocasión no atravesarán la pantalla, así que poco cuidado. Los espectadores asistimos a un drama trúmpico en el que los feos, brutales y zafios depredadores luchan en lo alto de la cadena trófica por el dominio de la sabana mientras un babuino que oficia de Homero o de jefe de relaciones públicas nos cuenta la tediosa historia: el relato, como se dice ahora.

Por edad, el abuelo pertenece a la generación de la postmodernidad en la que el marxismo se vio sustituido por la semiótica como ciencia social básica, y las condiciones materiales de la sociedad fueron remplazadas por los signos y las interpretaciones, así que está acostumbrado a descifrar el significado político de los mensajes que circulan por la sociedad y sabe que Walt Disney es el principal enemigo del progreso de la humanidad. Es una hermenéutica –otra palabreja de la época- que no conduce a ninguna parte, como lo demuestra el hecho de que la corporación Disney forme parte de la oligarquía que gobierna el imaginario occidental y el viejo hermeneuta esté frente a uno de sus productos triscando palomitas de maíz.

Ni siquiera estas elucubraciones logran mitigar el imperioso aburrimiento que oprime al viejo, que consulta su reloj. Ha de esperar a que haya un aumento de la luz que emana de la pantalla para adivinar la posición de las agujas en la esfera. Entonces, la nieta le susurra, mira, en mi reloj se ve mejor, y en efecto, la esfera de su reloj es luminosa y el abuelo descubre que su nieta está tan aburrida como él, lo que de algún modo alivia el sentimiento de culpa que le había invadido. La niña está genuinamente contenta porque tiene un reloj más útil que el de su abuelo en situaciones de emergencia y le pide, no te agobies, que solo faltan cinco minutos para el fin de la película, porque se ha fijado que la próxima sesión empieza cinco minutos después, pero el viejo le responde que al bodrio le falta más tiempo para el final (de algo tiene que servir la hermenéutica) y que la próxima sesión de la película la proyectarán en otra sala; la nieta insiste, no te agobies. Por fin entronizan al gran depredador y se encienden las luces de la sala. El abuelo y la nieta se levantan de las butacas y sobre una alfombra de palomitas desechadas abandonan los pastos de la sabana sin hacer ningún comentario sobre la peli. Feliz navidad.