Es inevitable que el tiempo ido deje una huella lábil en la memoria y quizá eso explica el hábito de rememorar a finales de diciembre lo remarcable de entre lo ocurrido en los doce meses precedentes, y en este empeño la confección de listas sobre los eventos más gratificantes por áreas de afición: política, libros, música, películas, etcétera. Es un recordatorio melancólico, cuando la cosa ya no tiene remedio, que se elabora en fechas festivas en que la actualidad parece haber entrado en suspensión y la sociedad se dispone a galopar sobre el año entrante. En el zurriburri de este año, The New Yorker, la revista cultural que reúne a la intelligentzia highbrow del hemisferio occidental, ha declarado la película española Cerrar los ojos, de Víctor Erice como la mejor del año 2024.

A pesar de su hipotética importancia, la noticia ha atravesado la mediosfera como una bengala, silenciosa y fugaz, algo parecido a lo que le ocurrió a la propia película en su tránsito por las salas de cine: poca distribución, un elusivo tratamiento de la crítica y la preterición absoluta en los premios de la industria. El crítico que ha confeccionado la lista de The New Yorker es afecto al cine independiente, es decir, propenso a la exquisitez y a la marginalidad, y se siente atraído hacia la película por la misma mitomanía que nos atrajo a los cinéfilos en general: la espera de tres décadas para ver la nueva peli de un maestro absoluto, avariento con su propia obra. Ante el resultado, la opinión se dividió entre quienes vieron un testamento grandioso y quienes creímos asistir a un penoso funeral. La cinefilia es una adicción solitaria de la que no se pueden esperar criterios compartidos, y en último extremo es el tiempo el que da testimonio de la valía y robustez de una obra de arte. Pero aquí hay un sesgo histórico que quizá valga la pena poner de relieve.

El cineasta, el crítico y el espectador están ensimismados. Víctor Erice armó la película con retales de su propia leyenda como cineasta; el crítico de la principal publicación cultural de occidente ensalza esta suerte de alquimia autorreferencial y el espectador de la remota provincia subpirenaica acepta la convención que se le ofrece, aunque sea para criticarla, y lo que parece un acontecimiento planetario resulta ser una partícula insignificante de la realidad. El cine deja de ser una ventana y se convierte en un espejo.

Probablemente, esta disquisición no tendría sentido en una circunstancia en que la cultura que articulan estas tres figuras –artista, crítico y espectador- fuera dominante, pero no es el caso. De hecho, estamos asistiendo a un tsunami histórico protagonizado por los innumerables adversarios de todo lo que este constructo cultural representa. Proclamar desde una tribuna de vitola que Cerrar los ojos es la mejor película vista en Estados Unidos el año en que Donald Trump ha ganado las elecciones es como recrearse en la ceremonia del té en una casa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945.