Sí, el cine, por supuesto. Al principio se veían muchos filmes italianos, algunas películas francesas y muchas norteamericanas, pero las mejores eran los westerns; las de balazos y jinetes.. (Jorge Luis Borges, Conversaciones con Osvaldo Ferrari, 2024)

Un columnista de vitola liberal escribe que la aparición en el mercado de la herramienta china de inteligencia artificial DeepSeek, que compite ventajosamente con productos análogos de la factoría de Silicon Valley,  puede ser casus belli y provocar más pronto que tarde una guerra a bombazo limpio entre Estados Unidos y China en el estrecho de Taiwan. Para que todos lo entendamos, el columnista equipara la aparición de DeepSeek con el bombardeo japonés de Pearl Harbour: una provocación al imperio norteamericano. Se ve que hay ganas de bronca y el columnista ardía en deseos de anunciarlo, porque, aunque no aporta más datos a su tesis que una especulación probabilística tomada de otro autor, resulta bastante convincente. Estamos en un estado tal de expectación bélica que identificamos sin escándalo la comercialización de un nuevo producto tecnológico como un bombardeo aéreo que merece una respuesta congrua. Pero la famosa globalización ¿era esto? He aquí un ejemplo de la insuficiencia del lenguaje ante los hechos.

Los ciudadanos estadounidenses han elegido presidente a un matón y todos esperan, esperamos, que desenfunde y deje el saloon sembrado de cadáveres. Es un reflejo del condicionamiento que irradia el poder blando de Hollywood desde hace ochenta años. ¿Qué pasaría si el populoso antitrumpismo europeo se hiciera notar mediante el boicoteo a las pelis y series que colonizan nuestra imaginación? La hipótesis es disparatada y la pregunta, desconcertante. El mundo que nos envuelve se desinflaría como un globo y quedaríamos sin el oxígeno que respiramos, en una especie de irremediable indigencia u orfandad cultural.

Raíces profundas es la primera película del oeste que este viejo recuerda haber visto, años cincuenta, y el protagonista, Alan Ladd, el primer actor al que reconocía e identificaba por su nombre. Había cierto orgullo íntimo en este reconocimiento, que permitía al espectador niño creer que formaba parte del mundo que discurría en la pantalla. La memoria retuvo también la amenazadora figura del pistolero Wilson y la del granjero al que Wilson asesina y deja tirado en el barro de la calle frente al saloon. Mucho más tarde, el espectador constante sabría que Wilson era Jack Palance y el granjero, Elisha Cook Jr., un prolífico actor secundario cuyos desdichados personajes –pringaos, diríamos ahora- eran inevitablemente liquidados a medio metraje. Era una historia de capitalismo salvaje y fuerzas económicas que pugnan por el dominio sobre los recursos de la tierra, y de matones que dirimen a tiros las diferencias de intereses que no pueden resolver las leyes del mercado, o las leyes a secas.

Alan Ladd (Shane), rubio, inexpresivo, corto de talla, era como un Donald Trump miniaturizado, que echa mano del revólver para que ganen los suyos. La maldad de Jack Palance está dibujada en su rostro tártaro, de ojos rasgados y pronunciados pómulos. El chico que asiste al duelo entre los dos quiere ser pistolero bueno, como Shane, al que llama a gritos para que vuelva a su lado y sea parte de su familia. Y así termina la película, una de las innumerables versiones hollywoodenses que relatan el nacimiento de la nación, y a las que somos adictos.

Shane ha vuelto, como quería el chico, más viejo y más corpulento pero también libre de sentimientos de culpa y de sentimientos en general, convencido de la eficacia de los viejos métodos y resuelto a aplicarlos. En la sala a oscuras, hipnotizada por la pantalla, Europa asiste con incredulidad al retorno del pistolero porque nunca entendió lo profundas que eran las raíces del comportamiento de su protector.