Una experiencia, entre otras más graves, atribula al ser humano en la edad tardía y son los brotes del futuro que surgen a su alrededor y se hacen ver a través de palabras y nociones nuevas e inaprensibles. Por ejemplo, este viejo ha sabido en fecha reciente que es un sujeto cisgénero, lo que, consultadas las fuentes pertinentes, lo convierte en un extremista. En un universo en que el género es fluido porque ha dejado de estar determinado por la naturaleza, el sujeto o la sujeta que se muestra identificado/a con el género que le atribuyeron al nacer en base a su apariencia genital es cisgénero y mira con recelo cuando no con hostilidad a los/las que transmigran a otros estados. No es, pues, raro que un viejo y atareado cisgénero como el emperador Trump haya decretado el retorno al carácter binario y extremista del género, decreto que ha causado gran escándalo y rechazo en el universo woke.
Si cis y trans son dos prefijos de añeja etimología latina y referencia espacial, woke es un término de jerga sin más pedigrí que el que le otorgan sus hablantes y difusores del ámbito neofascista; de hecho, y a juzgar con la profusión con que aparece en sus discursos, puede decirse que es la primera victoria lingüística del nuevo régimen. Pocas bromas con estas victorias del lenguaje, y quien dude de su importancia puede echar un vistazo a LTI. La lengua del Tercer Reich, el magnético libro que escribió el filólogo Victor Kemplerer mientras esperaba su detención para ser deportado a Auschwitz, destino del que se libró de milagro en último extremo.
Woke es la forma del pretérito perfecto del verbo irregular inglés weak-woke-woken, despertar en castellano, así que en origen designa un estado de vigilia en el que la luz del día ha sustituido a la oscuridad de la noche y el sujeto se ha librado de las sombras del sueño y ha recuperado la razón y el poder de los sentidos. Es una palabra que pertenece al campo semántico de ilustración, término de nobilísima raigambre en la cultura occidental pero, quizá por esa razón, ha sido adoptada como un insulto derogatorio por el rampante movimiento trumpista en sustitución de la desgastada progresía. Ciertamente, progre, apócope de progresista, es un término que no engloba, al menos no con suficiente énfasis, ciertos aspectos de la libertad y la igualdad, como el género o la raza, que ahora están en la cabecera de la agenda política. Un conservadurismo reaccionario de nuevo tipo, como el trumpismo, necesita, no solo primar al gran capital y negar los derechos laborales de la clase trabajadora sino devolver a las mujeres y a las razas no blancas (el estándar está muy alto si se toma como referencia el color anaranjado del emperador) al lugar que han ocupado tradicionalmente. En cuanto a los inmigrantes y las personas transgénero, simplemente tienen que desaparecer de la plaza pública.
Woke es, pues, un término polisémico que define todo lo que el trumpismo y sus secuaces odian, pero llevar este sentimiento a programa político tiene dificultades. Hasta ahora había dos modos de reaccionar en una visita a Auschwitz. Uno, podríamos decir que el más común, es la desolación, el espanto y la compasión por las víctimas; otra manera, más reciente, es propia del narcisismo turístico del que se hace un selfie junto a un horno crematorio. Pero aún hay una tercera manera de ver este paisaje, la que insinúa Steve Bannon en El gran manipulador, el documental dedicado a este profeta del trumpismo en su viaje a Europa para difundir la buena nueva. Bannon se fija en la organización y la tecnología que se necesita para construir este infierno. ¿Cómo se puede limpiar Gaza de palestinos?, ¿cómo se puede encerrar a treinta mil inmigrantes en Guantánamo?, ¿cómo hemos de trabajar para hacer realidad las consignas del emperador? La ingeniería, esa es la clave.
Un movimiento oscurantista y arcaizante como el trumpismo y sus derivados europeos necesitan la industria para realizarse, y esta necesita un marco estatal favorable para probar su utilidad y garantizarse los retornos. La colusión de intereses entre un régimen fascista y la gran industria, que hemos visto en la toma de posesión de Donald Trump, tiene un precedente en la Alemania de los años treinta y el lector curioso puede informarse en la novela de Éric Vuillard, El orden del día. En esta lógica, no es raro que la iniciativa haya partido de Elon Musk, el tipo del brazo en alto que tiene voluminosas contratas con el departamento de defensa militar y necesita el dinero y la caución del gobierno para llevar sus naves a Marte del mismo modo que el ingeniero nazi Werhner von Braun llevó las naves a la Luna. Musk ha arrastrado al pacto con Trump a los demás capitostes de las tecnológicas a los que nuestro ignaro trumpista don Santiago Abascal ha llamado ratas woke. Ahora ya sabemos por qué es tan importante la inteligencia artificial: para sustituir a los necios que aspiran a gobernarnos.