Tenemos una clase política infame, plagada de oportunistas ignaros y narcisos. Niños y niñas pijos y pijas, de buena familia, bien alimentados, bien forrados de grados académicos, cuyas apariciones públicas no tienen más objetivo que hacerse un selfie, no importa el lugar ni la circunstancia. Ayer se retrataron en el campo de concentración nazi de Mauthausen, el campo de los españoles, donde fue exterminado por el hambre, el trabajo esclavo, las palizas, el gas y las balas lo que quedaba del ejército de la república, el último adarme de decencia y de verdadero heroísmo en una Europa anegada por la noche y la niebla fascistas. Donde los supervivientes recibieron a las fuerzas de liberación aliadas con una gran pancarta de bienvenida en español. Los gobiernos del régimen del setenta y ocho han ignorado durante décadas a los españoles que murieron por la libertad y la democracia, ya fuera en la península o en el continente, como si el olvido fuera prerrequisito de la estabilidad de esta nueva democracia, incompatible, al parecer, con la que le precedió cuarenta años atrás. Los homenajes oficiales han sido pocos, tardíos y cautelosos. Bien está, si así lo quieren, pero ¿era necesario enfangarlos con una tangana? Ayer lo hicieron los que presumen de herederos de las víctimas.
Los campos levantados por los nazis para la liquidación de sus enemigos son los únicos lugares que quedan en Europa a los que se puede aplicar el adjetivo de sagrado. No solo son cicatrices dolorosas para los (pocos) supervivientes de aquel horror y para sus descendientes sino que constituyen el más poderoso recordatorio de un mal que puede considerarse absoluto. El visitante de estos lugares se ve envuelto en una atmósfera que reclama silencio y meditación porque le avisa del abismo en que pueden caer él y los suyos, ya sean como víctimas o como verdugos. En Mauthausen ingresaron como cautivos siete mil quinientos españoles que habían prestado su último servicio en defensa de la democracia reclutados en las compañías de trabajo del vencido ejército francés. El régimen de Franco rechazó que fueran devueltos a España y Hitler los consideró apátridas con la etiqueta de rojos españoles con la que fueron conducidos a Mauthausen, donde perecieron unos cinco mil. Una parte de estos deportados eran catalanes, como el fotógrafo Francesc Boix y el escritor Joaquim Amat Piniella, ambos supervivientes, a los que la humanidad debe imborrables testimonios de aquel infierno.
Pues bien, resulta que catalanistas y españolistas, ambos sobreactuados, han terminado por enmierdar las tumbas de Mauthausen con los desperdicios del picnic doméstico. Solo a nuestra clase política se la habría ocurrido celebrar tras las alambradas un after de la bronca que se traen en casa, bien cargados de pastillas euforizantes como presos políticos o estado de derecho, imprescindibles para el navajeo en un país en el que todo parece una maldita broma, desde la república catalana hasta las resoluciones de ida y vuelta de la junta electoral. La independentista catalana provoca deliberadamente a la ministra española con la murga de los presos políticos y esta responde muy digna yéndose del acto con la atención puesta en los españolistas que la vigilan desde casa, y a los que les importa un carajo Mauthausen y lo que significa. Bien, estos son a los y las que hemos elegido hace una semana.