Trol, trola, trolear y el último vástago de la familia, trolero, forman un clan híbrido, fruto del gusto del lenguaje por la coyunda, la despreocupación de las palabras por las fronteras culturales y la propensión de los étimos al libertinaje. La palabra trola procede del hispanoárabe, del que también procede aladroque, pez de boca grande, bocazas por extensión, y ha terminado por significar engaño o mentira. A su turno, trol procede del noruego troll, un personajillo del folclore nórdico, taimado y enredador, que vive bajo las raíces de los árboles y los musgos del bosque, y que ha sido adoptado por la jerga de internet para designar al usuario que publica en las redes mensajes destinados a confundir y engañar al público.  Pues bien, esta familia de bastardos, fruto de la globalización lingüística, ha alcanzado una repentina primacía en la comunicación de las sociedades así llamadas liberales y una determinante influencia en su agenda pública desde que se cree que con su ayuda se pueden ganar elecciones y el emperador de occidente ha resuelto que gobernar es dejar corretear troles y trolas por las redes sociales.

La epidemia ha provocado algunas reacciones de naturaleza profiláctica como la adoptada por los medios de comunicación mayores, que han instituido entre sus contenidos una sección fija destinada a comprobar los mensajes que proclaman los políticos y a restaurar la exactitud de los hechos. Es una tarea ciclópea y a la postre condenada al fracaso porque el discurso público (y privado) y los hechos forman un maridaje azaroso y eventual a sabiendas ambos de que son incompatibles. La retórica no se inventó para describir la verdad sino para suplantarla. Lo que no obsta para que ciertos lances de esta batalla sean notoriamente humorísticos. Don Casado y don Rivera, a la greña por el predio de la derecha, han emprendido una pelea de patio de colegio por quién ha de coronarse con el título de jefe de la oposición. Este es un cargo inexistente en nuestro régimen parlamentario, como se han apresurado a resaltar los notarios de la verdad, y es lógico porque nuestro sistema no es binario, como el británico, sino proporcional y presidencialista, en el que quien gana la poltrona dirige el cotarro con mayoría absoluta, si la tiene, o mediante un artilugio típico de la provisionalidad hispana y del gusto nacional por la chapuza al que se ha dado el nombre de geometría variable, sirviéndose del cual espera gobernar don Sánchez. Pero, como los troles y las trolas son incombustibles, hay que decir que sí hubo un tiempo en que el parlamento español tuvo un jefe de la oposición. Fue en los años ochenta, cuando don Felipe González, en lo alto de su arrasadora mayoría parlamentaria, invistió con este falso título a don Fraga Iribarne y el viejo oso franquista salió del despacho de La Moncloa como un crío con zapatos (zapatones) nuevos. Era el tiempo en que don González no solo gobernaba el presente y aspiraba a gobernar el futuro (aún lo hace), sino también el pasado y veraneaba en el azor.  Don Sánchez quiere imitarlo en el falcon, ambos aves de presa. En último extremo, troles y trolas son material fungible en manos de quien tiene el poder y por más proliferantes e insidiosos que sean están sujetos al principio de Humpty Dumpty:

Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.