Ni derecha ni izquierda pueden olvidar de donde proceden porque este olvido, si pudiera realizarse, sería su fin como fuerzas políticas. A la postre, el fin de la política que no es otra cosa que una permanente revisión y readaptación de la historia, un incesante reacomodo del pasado a las circunstancias del presente y a las expectativas del porvenir. Desde la amnesia histórica decretada, convenida o forzada por las circunstancias, tanto da, en la transición, nuestra generación y sus representantes electos, la sociedad entera, en fin, ha vivido en el limbo de un perpetuo estado auroral, en que el sol era una ideología desarrollista, abstracta y desencarnada, que, sin saberlo, también era una herencia del pasado tardofranquista. Autopistas sin tráfico, aeropuertos sin aviones, una deuda desbocada, un patriotismo de ultrasur y una corrupción generalizada para gratificar a los gestores fueron los rasgos del estado de obras, para decirlo con una definición famosa de cierto ministro franquista.
Esta suerte de obliteración de la memoria ideológica ha dado lugar a fenomenales operaciones de camuflaje político y de movimientos sorpresivos que no debieran serlo tanto. Un ejemplo de las primeras es don Ruiz Gallardón, que fungió de liberal en su ejecutoria como alcalde de Madrid, para revelarse lo que en realidad era cuando llegó a ministro: un reaccionario de tomo y lomo cuyo final político tuvo lugar en el entierro de su padre, rodeado de conmilitones saludando a la romana. Un ejemplo de movimiento sorpresivo, que no debió serlo, ha sido la eclosión del independentismo catalán. Son fuerzas de la historia, que presionan sobre los individuos, y, por más jeribeques que estos hagan, terminan imponiéndose a la voluntad individual y, en el peor de los casos, al sentido de la realidad. La ideología sirve para explicar y prever la lógica de estos acontecimientos pero creíamos que se podía vivir y construir una comunidad política sin ella. La gobernación de don Rajoy, presuntamente exenta de ideología y ejecutada en nombre del sentido común y de lo que hay que hacer terminó por despertar al genio de la lámpara.
Los voxianos están cumpliendo esta función ideológica en su ámbito de competencia: la derecha. Su importancia es mayor que la de su mero peso electoral porque han demostrado que pueden influir y condicionar a fuerzas muy superiores en número. El pepé ha aceptado sin pestañear sus condiciones, la mayor parte de las cuales son ideológicas, porque han reconocido en sus antaño ahijados y ahora socios una vox familiar, la canción de cuna que tanto pragmatismo acumulado les había hecho olvidar. El cuadro voxiano es reconocible: un estado centralizado, uniforme, autoritario, en el que reine un libertinaje fiscal a favor de la élite y el buen pueblo permanezca anestesiado en el atrezo de procesiones cuaresmales y corridas de toros. Franquismo en estado químicamente puro. Algo que ni siquiera el padre de la criatura, don Aznar, se atrevió a formular, embriagado por los humos de un provinciano de la españa vacía que pone los pies en la mesita de té del presidente de Estados Unidos. La fuerza gravitatoria de vox ha imantado incluso a los liberales naranjos que salieron a la luz al grito sandio de ni rojos ni azules y ahora mismo constituyen una tribu errática y desconcertada. También hay una razón histórica para explicar esta deriva. El liberalismo ha tenido una huella mínima en la historia contemporánea española. Para decirlo con una derogatoria sentencia barojiana: en España siempre ha pasado lo mismo, el reaccionario lo ha sido de verdad y el liberal lo ha sido muchas veces de pacotilla. Y la misma historia explicaría la desavenencia entre monsieur Valls y don Rivera. El primero, republicano, exiliado del franquismo, ex primer ministro del país que proclamó los derechos del hombre y del ciudadano, y el segundo, hijo de esa mayoritaria clase media. desmemoriada por conveniencia, que progresó económicamente en el último tramo de la dictadura, cuando los españoles creían vivir en un universo desideologizado porque nos habían educado en que la ideología era sinónimo de violencia y desorden. Vistos los antecedentes genéticos de Valls y Rivera, no hace falta explicar quién ha resistido mejor el virus voxiano. Otra cosa es que Valls consiga mantener en pie la fantasía de un liberalismo español.
¿Y en la izquierda?
(Continuará)