La vicepresidenta del actual gobierno socialista, doña Calvo, ha apelado varias veces a la longevidad de su partido (ciento cuarenta años) como argumento de autoridad frente a quienes aspiran a gobernar con o contra él en igualdad de condiciones. En numerosas ocasiones se ha dicho también que el pesoe es el partido que mejor representa a la sociedad española, lo que significa que contiene todas las contradicciones sobre el modelo político, social y territorial que se encuentran en ella. Ha sido republicano y monárquico, demócrata y prodictadura (de Primo de Rivera), revolucionario y reformista, federalista y jacobino, lo que, de paso, ha dado lugar a notables enfrentamientos históricos en su seno. El pesoe que moldeó don González después de arrebatar la marca a la avejentada  dirección en el exilio (congreso de Suresnes, mil novecientos setenta y cuatro) fue una organización pragmática, bien estructurada, de gestores competentes, tibiamente reformista y con un amplio margen para aplicar medidas sociales (educación, sanidad) que llevaban décadas funcionando en los países del entorno pero que en este país feudal eran una novedad revolucionaria. En resumen, fue un partido desideologizado cuya consigna principal no hacía distinción entre gatos negros y gatos blancos.

La cosa fue bien, con ayuda de la entonces poderosa Europa, mientras la derecha post veintitrés-efe anduvo desconcertada y en busca de un modelo adaptado a la nueva situación. Cuando por fin reagrupó sus fuerzas bajo la férula de don Aznar, el pesoe entró en crisis (de gobernación, que es la única crisis que un partido pragmático entiende). Don Zapatero intentó una doble vía para recuperar la hegemonía mediante, a) la ampliación de los derechos civiles, y b) la memoria histórica. Lo primero salió bien porque a nadie amarga un dulce (excepto a los voxianos, que tienen el paladar de uralita), y lo segundo no porque la historia es el predio de la derecha, cuyo usufructo no estaba dispuesta a conceder a los derrotados del treinta y nueve. Don Zapatero dejó intacta la estructura económica del país, heredada de la derecha, y los poderes que la gobiernan,  es decir, renunció a hacer una política socialdemócrata y eso acabó con él, y de paso con la memoria republicana que tímidamente pretendía encarnar. De la agitadísima crisis subsiguiente, emergió don Sánchez, una suerte de bello Parsifal sin más armadura que su mitológica capacidad de resistencia y, como los héroes de leyenda, hierático, gestual y parco en palabras y argumentos, a la vez que cauto, porque bien sabe que, a pesar de la apariencia, no es inmortal. En los dos lances electorales en los que ha medido sus fuerzas, el resultado ha sido ambiguo. En las generales pareció captar un deseo generalizado de tranquilidad y buen gobierno después de la insufrible corrupción de la derecha y de la sacudida catalana, y lo consiguió en precario, pero en las autonómicas y municipales no ha podido dominar el avispero de ambiciones locales en que se ha convertido el multipartidismo. Don Sánchez es admirador de Felipe, ¿podrá gobernar con el discurso de los hechos como él? Por ahora, no lo parece.

El comunismo llegó exhausto a la transición democrática, víctima de un triple cerco: la persecución implacable de la dictadura que lo tuvo por su principal enemigo; el discurso del rechazo ampliamente compartido por la sociedad, y, por último, la propia crisis del mundo comunista que se haría definitiva pocos años después. El reino de la izquierda quedó en manos del pesoe y sus extremos se desperdigaron y perdieron toda oportunidad de influencia. En aquella época había tres o cuatro partidos comunistas procedentes de la matriz central y un sinnúmero de siglas izquierdistas, que constituían una especie de mercado de las pulgas de la revolución, y todo aquello ingresó en el olvido. Hasta el quince-eme. En aquel momento se produjo una conjunción astral sin precedentes: crisis económica, recortes sociales, corrupción de la clase política, y, por primera vez, una clase media que veía amenazado su status y cuyos representantes más conspicuos pertenecían a  la primera generación masiva de universitarios del país, la generación más preparada de la historia, como decían de sí mismos, obligada a aceptar subempleos mal pagados o a irse al extranjero a buscarse la vida.

Fue un grupo de académicos de esta clase social, que se habían formado estudiando la génesis y el procedimiento de la revolución, el que dio expresión política al movimiento de los indignados y le pusieron un nombre que denotaba inmediatez, prisa y fuerza. Podemos enfiló hacia la estación de Finlandia y fue, en efecto, un iniciativa exitosa que sacudió al establecimiento político, le obligó a hacer cambios significativos y lo puso en alerta máxima. Pero debajo de este acontecimiento explosivo había una organización débil, hecha de la agregación de grupos y facciones con sus propios imaginarios, agendas y ambiciones, y una ideología embrionaria en la que los dos vectores distinguibles eran una suerte de leninismo dirigido a tomar el poder (don Iglesias) y una socialdemocracia desleída (don Errejón), adobado el conjunto  con versiones del populismo latinoamericano como el chavismo o el peronismo. Por otra parte, el estado español, por deteriorada que pareciera la clase política y maltrecha su sociedad, no estaba en crisis y había una contradicción insalvable entre la urgencia del movimiento podemita y la fragilidad ideológica del proyecto cuyos efectos se manifestaron casi de inmediato: primero se deshizo el grupo fundador, luego se perdió la mitad de la fuerza parlamentaria conseguida y, por último, la marca quedó casi al borde del desaguace en las pasadas elecciones locales. El último servicio prestado por los podemitas no fue para sí mismos ni para su proyecto sino para el pesoe, cuyo líder ganó la moción de censura gracias a ellos y ahora gobernará también gracias a ellos. Podemos puede considerarse el primer movimiento revolucionario de la era digital -viral, espontáneo y fugaz- y quizá ahí radique su interés para el futuro. Porque, ¿cuál será la ideología hegemónica en el siglo XXI?

(Continuará)