Notas sobre la vida y obra de Stieg Larsson y el tránsito entre dos siglos.
Una mujer muerta, asesinada, a la orilla de un camino rural al comienzo de la primavera. El cuerpo está boca abajo, el rostro hundido en el barro del deshielo; la sangre y la tierra forman plastones en la melena rubia. Viste vaqueros y una chaqueta de nylon acolchada, roja, con una rasgadura en la espalda. A la derecha del camino, el frente sombrío de un bosque de hoja perenne; a la izquierda, un edificio de dos plantas y aspecto hermético, de paredes pintadas de color bermellón, quizá un almacén de grano o de aperos de labranza. Dos unidades de la policía local han acudido al lugar, avisadas por un testigo, un pescador de caña que fuma nerviosamente un cigarrillo apoyado en el capó de uno de los vehículos policiales cuyas luces azules parpadean bajo el cielo de plomo. La investigación está a cargo de un inspector ex alcohólico, divorciado, que ha llegado al escenario del crimen pensando en que su hija de veintidós años ha rechazado verle por su cumpleaños. A unos doscientos metros, sobre un alto del terreno, un vecino observa la escena, luego desaparece, pero el inspector ya ha detectado su presencia y ordena a un agente que lo traiga para interrogarle.
He aquí una escena estándar del comienzo de una novela negra. El barro del deshielo, el bosque de coníferas y el almacén pintado de rojo nos avisan de que estamos en un país nórdico. La probabilidad de que sea así es bastante alta porque los nórdicos son los proliferantes maestros de la ficción policial moderna. En las páginas siguientes de la novela aparecerá una muchacha amiga de la víctima que malvive como camarera de bar, una familia campesina atenazada por un credo religioso rigorista, un esquivo inmigrante iraní o sirio que trabaja en la granja cercana al lugar del crimen, un policía torpe y resentido que boicotea las investigaciones, la regente de una residencia juvenil donde estuvo interna la víctima cuando era una adolescente conflictiva, un médico o un abogado corrupto, etcétera. Cada personaje nos abre la puerta a una de las estancias del laberinto de una sociedad descoyuntada, titubeante y peligrosa. Los autores escandinavos han demostrado sin réplica posible que el género policíaco es el más pertinente para conocer el envés de la sociedad en la que vivimos en este inicio del tercer milenio de nuestra era.
Estas novelas llevan a los lectores de la generación sesentayochista a una desconcertante disonancia cognitiva porque Escandinavia, y Suecia en particular, era en nuestra imaginación el paraíso posible. Un verano de luz trémula sobre la hierba de color esmeralda y un invierno acogido a la chimenea y a la luz de las velas servían de marco a una sociedad bienestante, ordenada, segura, abierta y libre, gobernada por un socialismo sin gulag. No negaremos el componente erótico de este sueño (masculino), que se remonta a muchos años atrás, cuando bebíamos en las aventuras del ibérico Capitán Trueno, vagante por el mundo en compañía de su novia Sigrid, reina de Thule, de larga cabellera de oro y cuerpo de ensueño. El atractivo de este paraíso nórdico era tan intenso que podíamos aceptar que su expresión más sublime fueran las películas de Ingmar Bergman, maravillosamente pobladas de los fantasmas más desapacibles que puede imaginar un ser humano. En las novelas de los actuales autores escandinavos, esta ensoñación de juventud es un paisaje devastado, como una ciudad bombardeada o arrasada por un ciclón; reconocemos los términos de la escena pero su sentido moral ha mutado por completo y no queda rastro del bienestar que inspiraba. ¿En qué momento se jodió el paraíso nórdico?
La crónica
Podemos aventurar una fecha: 28 de febrero de 1986. Ese día, el primer ministro sueco, Olof Palme, salía del cine con su esposa Lisbet y sin escolta alguna cuando un tipo se le acercó por la espalda y disparó a quemarropa provocándole la muerte casi instantánea. El crimen nunca se ha resuelto. Treinta años después, los archivos de la instrucción oficial del caso ocupan doscientos cincuenta metros de estantería corrida, además de un número incalculable de informes, reportajes periodísticos, libros y otra documentación extraoficial. En este periodo, 10.225 personas han sido interrogadas, muchas de ellas varias veces, y más de ciento treinta se han declarado autoras del crimen. Es una documentación de magnitud descomunal alrededor de un misterio que permanece intacto.
Los destinos de Olof Palme y de John F. Kennedy guardan similitud, no solo por las analogías obvias que se pueden encontrar en las circunstancias del violento final de ambos -un caso irresuelto, un improbable único ejecutor material y una posible conspiración detrás del crimen, nunca desvelada- sino también por sus perfiles humanos y políticos. Palme y Kennedy eran atractivos y carismáticos tipos de clase alta cuyos estilos y gestos de gran proyección internacional parecían anunciar una era nueva que nunca llegó a materializarse. Al contrario, diríase que la historia se complugo en desmentir las expectativas que habían despertado y el hecho de que sus asesinatos no hayan sido resueltos no hace sino subrayar la desasosegante orfandad que dejaron de herencia. En la memoria de los españoles demócratas habrá siempre un lugar para Olof Palme por su gesto insólito en un mandatario en activo que salió a la calle con una hucha petitoria en el marco de la campaña internacional para impedir los últimos fusilamientos del franquismo, semanas antes de la muerte del dictador. Algo importante estaba cambiando en el mundo de nuestra generación, que es también la de Stieg Larsson, y el cambio incluía el fin del paraíso nórdico.
Stieg Larsson (1954-2004) es, a pesar de su corta vida, el patriarca indiscutible de la novela negra nórdica, su principal referencia y probablemente el autor más famoso del mundo en este género desde Agatha Christie. Fue un escritor compulsivo desde la infancia y un trabajador insomne que, en la época del asesinato de Olof Palme, trabajaba como diseñador gráfico para una agencia de noticias. Fue su único empleo asalariado aunque su verdadera pasión era el conocimiento de la realidad social, el desvelamiento de sus pliegues subterráneos. Era un investigador metódico y tenaz, que había puesto el foco de su interés en las organizaciones de extrema derecha y sus andanzas, a las que se prestaba poca atención en una época de hegemonía socialdemócrata. Es probable que esta orientación política temprana se la debiera el escritor a su abuelo Severin, con el que se había criado hasta los ocho años en una región del norte del país donde disfrutó de una libertad absoluta y de las enseñanzas de su abuelo, un viejo comunista que detestaba a los nazis y más aún a los que siéndolo habían cambiado de chaqueta para no parecerlo.
Los años ochenta fueron en el mundo occidental los del inicio de la revolución conservadora, aún rozagante, y del consiguiente cuarteamiento del consenso antifascista instaurado después de la segunda guerra mundial y del andamiaje del estado del bienestar. En 1976, la policía sueca detuvo al cineasta y director teatral Ingmar Bergman por incumplimientos fiscales, y este se sintió rechazado por su país y se expatrió en Alemania. El suceso provocó un aluvión de críticas al gobierno y un severo descenso de la popularidad de Olof Palme. Empezaba a extenderse como una mancha de aceite la idea de que un gobierno socialdemócrata representaba en último extremo un régimen opresivo. Acaso no sea aventurado recordar que durante su exilio alemán, Bergman filmó El huevo de la serpiente, una historia sobre la eclosión del nazismo. La combinación de liberalismo económico e ideología política reaccionaria, que hoy está presente, si no es hegemónica, en todas las sociedades europeas, era una realidad difusa entonces, y no era todavía de buen tono, como lo es ahora, hacer alardes de racismo y xenofobia.
La investigación policial del asesinato de Palme empezó con mal pie. Queda para los historiadores dilucidar si hubo negligencia, malas prácticas, falta de coordinación policial, complicidades criminales o simplemente el aparato de seguridad se vio desbordado por un hecho insólito e inesperado en la placidez de la época. El primer ministro de uno de los países más desarrollados del mundo acude al cine con su esposa, sin escolta, y es asesinado a la salida en una calle relativamente céntrica en la que había un exiguo número de testigos notablemente imprecisos en sus testimonios, incluida la esposa de la víctima, Lizbet Palme. Larsson no poseía sobre el suceso más indicios que la policía pero para él era evidente que los asesinos debían buscarse en los círculos de la ultraderecha. De hecho, el primer sospechoso detenido fue un joven extremista de este signo, investigado y puesto en libertad por falta de pruebas. Larsson llegó a saber su nombre, a pesar de que la policía lo mantuvo en secreto, y a relacionarlo con una organización de ambigua fachada que él había investigado, e informó a la policía de lo que sabía de este asunto. Larsson mantuvo correspondencia con amigos y compañeros periodistas sobre sus indagaciones, pero era muy cauteloso con su publicación a sabiendas de que no eran resolutorias. En cierta ocasión, rechazó participar en una serie de artículos sobre el suceso, a propuesta del diario Arbetet porque no quería frustrar sus investigaciones en curso. El objetivo de estos artículos era arrojar luz sobre la posibilidad de que el asesinato de Palme hubiera sido a causa de un giro a la derecha en el clima político del país. Larsson tenía documentadas campañas de odio contra Palme, que no excluían su asesinato, y organizaciones muy activas en esta clase de propaganda.
Después de un año sin resultados, la investigación cambió de manos. En ese periodo se había investigado, entre otras pistas, la de la posible implicación en el crimen del Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK), que resultó fallida, como las otras, y llevó a la dimisión del primer comisario encargado del caso. En ese momento se pusieron sobre la mesa las hipótesis posibles sobre la autoría del crimen y los indicios que abonaban cada una de ellas. Eran tres: un loco solitario, una conspiración de la extrema derecha o un complot internacional relacionado, bien con la venta de armas a Irán o más probablemente con el apartheid sudafricano del que Palme era un notorio e influyente adversario en la esfera internacional. Esta última hipótesis no era incompatible con la participación de la extrema derecha sueca y dio alas a Larsson para continuar sus investigaciones en las cuales llegó a identificar a un intermediario entre el espionaje sudafricano y la extrema derecha local. Esta pista, aportada por Larsson, es quizá lo más cerca que se ha estado de resolver el magnicidio pero, como todas las demás, no pudieron ser probadas. Los hilos de la madeja seguían enredados y no llevaban a ninguna parte. La investigación volvía sobre pistas ya desechadas y de nuevo apareció la hipótesis del asesino solitario. Tres años después del crimen fue detenido un delincuente de bajo perfil, Christer Petterson, juzgado y condenado por la identificación de Lizbet Palme, cuyos testimonios sobre la escena del crimen parecían ganar en precisión a medida que pasaba el tiempo, pero la testigo se desdijo en segunda instancia y el acusado quedó libre.
El escritor Jan Stocklassa ha recopilado y ordenado la documentación de Stieg Larsson sobre el asesinato de Palme y ha aportado su propia investigación de las pistas abiertas por Larsson, singularmente la más probable y a la vez la más novelesca de todas: el contubernio del apartheid sudafricano con la extrema derecha sueca, que Stocklassa no pudo confirmar. El material se encuentra en un libro recientemente publicado en España y titulado Stieg Larsson El legado (Roca Editorial). En relación con los hechos del asesinato de Palme nada significativo se puede añadir: es la historia de un fracaso. La recreación del crimen queda en el ánimo del lector como el vestigio de una pesadilla: una ciudad ordenada y pulcra, una calle casi desierta, una pareja confiada e inadvertida, un tipo que se acerca a sus espaldas y dispara sobre el hombre… y nada más. Bajo esta escena que puede describirse en cuatro trazos bulle una sociedad desasosegada que descubre su propia ceguera en la imposibilidad de resolver el crimen. Larsson continuó centrado en sus investigaciones sobre la extrema derecha, los grupos nazis y sus conexiones con la política y la economía; escribió dos libros sobre estos temas y participó en una revista de periodismo de investigación llamada Expo, cuyos reporteros experimentaron todas las asechanzas del oficio, desde las presiones y amenazas exteriores de grupos y personas desvelados por las informaciones de la revista, en un contexto en que neonazis y extremistas crecían en número, visibilidad y poder, hasta los problemas económicos de sostenimiento de la revista con todos los equilibrios y compromisos que este problema exige, y horas y horas de trabajo en jornadas interminables.
La fábula
Imaginamos el creciente malestar de Stieg Larsson ante este trabajo exhaustivo y agotador que no alcanza ningún objetivo. La acumulación de datos reales y precisos abocada a sucesivas hipótesis y especulaciones sin comprobación posible se configura como la trama o el guión que precede a una novela. La ficción como respuesta a la realidad. El asesinato de Palme empieza a parecer el mcguffin de una historia, o varias entrelazadas, que forman un laberinto inextricable. El periodista es un escritor al que los hechos ajenos le imponen el tema, el tiempo y el tono del relato. En un cierto sentido, es un novelista condenado a no dominar las claves de su propio relato ni a conocer el fin de su obra, que es por definición incierta e interminable. Para los periodistas, la tentación de escribir un libro, su libro, en el que el autor imponga la materia y los límites del mundo que conoce bien y sobre el que escribe todos los días, es irresistible. Larsson escribió libros de este género reporteril, en los que el exigido sometimiento periodístico a los hechos atenaza el vuelo de la imaginación y da a la materia narrada un aire de cosa transitoria, sabida e incompleta; son libros que no permanecen mucho tiempo en el interés de los lectores. Grandes periodistas, como Gabriel García Márquez o Ryszard Kapuściński, admitían la inevitabilidad de ciertas dosis de fabulación si se pretendía reportar sobre realidades extensas y complejas cuyos términos escapan forzosamente a la comprobación empírica. La imaginación fabuladora es la que otorga una dimensión mítica al relato. Truman Capote creyó haber inventado un género literario con estas premisas.
Stieg Larsson hizo algo más novedoso y arriesgado: convirtió su trabajo periodístico en material de ficción y puso al servicio de este empeño unas excepcionales dotes de narrador. Lo que era la materia y los mecanismos de su oficio –sucesos, investigaciones, rutinas de redacción, relaciones con los poderes políticos y económicos- lo transformó en la argamasa de historias fabulosas y complejas, de héroes y heroínas contra villanos donde los crímenes son finalmente resueltos después de una agitada y peligrosa peripecia de los protagonistas, en la que literalmente se juegan la vida. En este salto a la ficción se convirtió acaso en el autor más leído y aclamado del mundo. La llamada Trilogía o Saga Millennium, –Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire– se publicó entre 2005 y 2007 y en 2015 había registrado unas ventas de ochenta millones de ejemplares en cincuenta países. Fue una década de mareante éxito editorial y económico, que el autor no pudo disfrutar porque había muerto un año antes de la publicación de la primera de las tres novelas. El inesperado éxito (hubo quien discutió que el Stieg Larsson que había conocido pudiera ser el autor) tuvo dos consecuencias: la pelea doméstica entre los padres y la compañera de Larsson por los derechos y la pretensión de prolongar el negocio con sucesivas entregas de la saga a cargo de otro escritor, David Lagencrantz, que ha firmado dos secuelas que no están basadas en los apuntes y borradores de Larsson, publicadas, también en español, y como las anteriores, llevadas al cine. ¿Qué explica el éxito masivo de este material que suma en la trilogía original dos mil doscientas ochenta páginas impresas?
La respuesta lleva al asesinato de Olof Palme y al imposible retorno a una época de valores morales y convicciones políticas reconocibles y sólidos. Una puerta de la historia se había cerrado para siempre. El tiempo claro y acogedor en que un primer ministro podía ir una tarde cualquiera al cine sin escolta ha acabado. El hecho de que no se descubra al asesino pone a toda la sociedad bajo sospecha. La mirada del observador ve por doquier intereses ocultos, conspiraciones, testigos falsos, complicidades del poder, funcionarios corruptos; en resumen, materiales para un relato de novela negra en lugares donde hasta entonces había buena fe, orden y lealtad. Al no descubrirse al culpable, tampoco se conoce el móvil ni las consecuencias del delito, de modo que el efecto visible del crimen es una proliferación del mal, que impregna a toda la sociedad. El asesinato irresuelto de un primer ministro preanuncia la conversión del país en una selva. El crimen ha dejado de ser un asunto privado o una actividad de clases o grupos marginales para convertirse en un rasgo estructural a la sombra de las instituciones. Las novelas de Larsson no van de crímenes políticos ni del asesinato de Palme sino de la sociedad y del gobierno que lo hizo posible. En el último tomo de la trilogía, el más intenso del conjunto, el villano principal de la novela, un tal Zalachenko, se revela como un colaborador asalariado de los servicios secretos suecos (Säpo), más interesados en tener bajo vigilancia a cientos de miles de ciudadanos sospechosos de afinidades y simpatías con la izquierda que en proteger la vida del primer ministro. El enroscamiento de la trama apunta a que la sección del servicio secreto que apadrinaba a este abyecto personaje estaba detrás del magnicidio, que de hecho le imputan después de muerto. Es la revancha literaria de Larsson a tantos años de frustración política y periodística.
La mujer armada
Larsson fue escritor temprano e insomne, que permanecía despierto y activo, bien provisto de café y cigarrillos, como sus personajes, durante mucho más tiempo del que le ocupaba la jornada laboral, así que, entre sus quehaceres periodísticos tuvo ocasión de reunir historias, perfiles de personajes, escenarios, etcétera, que le servirían para urdir sus novelas, y estas respondían a sus propias preocupaciones y en una de estas preocupaciones reside probablemente buena parte del éxito de su obra. Larsson identificó el carácter criminal de nuestras sociedades en la violencia contra las mujeres, una percepción que es difícilmente discutible a la vista de las noticias de cada día. Hay una historia, atribuida al mismo Larsson aunque no necesariamente veraz en todos sus términos, según la cual el escritor fue testigo de la violación en grupo de una muchacha. Avergonzado, pidió después perdón a la muchacha, que no aceptó dárselo y le rechazó. Otra versión de la historia es que Larsson no fue testigo del hecho sino que lo conoció a través de un relato de terceros. En realidad es poco lo que se sabe de este escritor, cuya memoria merece una buena biografía. En todo caso, este suceso, por impactante y significativo que sea, no puede explicar por completo la empatía hacia las mujeres que alienta en las ficciones de Larsson, el afecto y la camaradería con que están descritas. Son mujeres empoderadas, para decirlo con un término al uso. Los tres argumentos de la trilogía novelesca se despliegan como tramas alrededor del quehacer profesional de un periodista, Mikel Blomkvist, quizá trasunto del propio Larsson, en escenarios en los que las víctimas del crimen son mujeres, ya sea porque han desaparecido, son objeto de trata o acosadas por hombres poderosos. En la primera entrega, Blomkvist descubre a Lisbeth Salander, cuyas peripecias se adueñarán desde ese momento de la trama de la novela y de las dos siguientes.
El crítico Hans Mayer estableció en su Historia maldita de la literatura tres arquetipos que habitan en la zona oscura de la literatura occidental. Son, el judío, el homosexual y la mujer armada. Los tres operan como antagonistas de la virtud y si se les concede algún triunfo en la historia es a pesar de su condición. Lizbeth Salander es el último gran avatar novelesco de la mujer armada y pertenece al selecto rango de los personajes de ficción que es evocado y glosado fuera del relato que es su hábitat, como Don Quijote o Corto Maltés. Una joven, hija de una pareja en la que ha padecido la violencia del marido y padre, carne de reformatorios y tutelas oficiales, legalmente inerme, sometida a toda clase de sevicias, poseedora de una inteligencia excepcional que aplica al manejo de la informática, lo que la convierte en una maga de esta época, y fieramente celosa de su independencia y dignidad. ¿Qué posibilidades de sobrevivir tiene una mujer cuyos lazos con la sociedad se reducen a aquellos que quieren someterla y, en último extremo, violarla, y que hace de su tenaz silencio, de la astucia estratégica y de un afilado sentido de la justicia sus únicas herramientas de supervivencia?
Millennium es una historia de emancipación contada por un militante de izquierda en la que el sujeto revolucionario ha mutado del movimiento obrero al feminismo y el escenario de la lucha ha dejado de ser el mundo industrial para trasladarse al interior del universo digital. Por lo demás, ya no se trata de cambiar el sistema económico ni de derribar el poder político sino de garantizar la libertad y la igualdad en el marco constitucional del estado. Salander encuentra la solidaridad y la colaboración de personajes –periodistas, policías- democráticos que no pertenecen al mundo de su experiencia pero que luchan en su bando y a favor de sus intereses, y ella misma termina libre y rica en el último relato de la saga. En ese sentido, el plan de la novela es diríase que dickensiano. El marco económico e institucional de la sociedad no se altera pero la joven heroína encuentra la vía para impulsarse hacia la respetabilidad y el bienestar a los que tiene derecho y de los que había sido despojada a su nacimiento.
No hace falta resaltar a estas alturas que Larsson poseía una capacidad para urdir historias y una agilidad narrativa excepcionales. Las tramas son todo lo complejas que se espera, el discurrir de los acontecimientos está perfectamente pautado para provocar en el lector ansiedad y sorpresa, y la atención de este es tironeada por una prosa rápida y de gran plasticidad, atenida a la acción. No siempre la prosa vuela a gran altura pero siempre es eficiente y resolutiva. La proximidad que establece con el lector se debe -en opinión de este lector- a que ofrece una inmersión en un imaginario universalmente compartido, sin rasgos típicos ni referencias a especificidades nacionales. Larsson es el padre de la novela policíaca global y el precursor de un fenómeno literario y comercial que hace que uno de cada cinco libros vendidos sean una novela de este género. en que escenarios y personajes, los oficios que desempeñan, los hábitos y ocios, las viviendas y oficinas que ocupan, las normas por las que se rigen, tienen la claridad y funcionalidad de un catálogo de Ikea. Por cierto, ¿no les parece que estas grandes corporaciones hegemónicas tienen algo de crimen no resuelto?
P.S. del 10 de junio de 2020. Un año después de que la nota anterior fuera escrita y editada y 34 después del asesinato de Olof Palme, el fiscal jefe del caso, Krister Petterson, anuncia que el asesino del primer ministro fue Stig Engström, el primer testigo interrogado al día siguiente del crimen y conocido como el hombre de Skandia por estar empleado en la aseguradora Skandia, cercana al lugar del crimen, de cuya sede dijo proceder cuando se acercó a la escena después de oír dos disparos. La policía ha identificado al asesino siguiendo la pista abierta por otro periodista, Thomas Petterson, quien ya había señalado a Engström como culpable en 2018. La motivación del crimen se cree que fue política porque el asesino se movía en círculos derechistas contrarios al primer ministro socialdemócrata, lo que se llamó Palmehad (odio a Palme). Engström, publicista de profesión, era experto en el manejo de armas aunque el revólver con se cometió el crimen no ha sido hallado, y se suicidó en 2000 por lo que no ha lugar a nuevas investigaciones y el caso queda cerrado si no aparecieran nuevas pruebas. De este modo se pone punto final a la peor y más costosa investigación de todos los tiempos, según la prensa sueca, y a un trauma nacional y una herida abierta en la sociedad sueca, en palabras del primer ministro, Stefan Löfven.
P.S. del 21 de noviembre de 2021. La plataforma Netflix exhibe la serie El asesino improbable inspirada en el libro de Thomas Petterson sobre Stieg Engström y la investigación del asesinato de Palme.