Antes de que la transición tuviera ese nombre, en los confusos meses que siguieron a la muerte del dictador, este joven asistió en Madrid a una asamblea del sindicato comisiones obreras del gremio de artes gráficas al que estaba adscrito como empleado de librería. La asamblea tuvo lugar de forma semitolerada en un local del sindicato vertical. El aparato de la dictadura mostraba síntomas de desgaste de materiales que anunciaban su pronto derrumbe. La asamblea discurrió con una mezcla de vehemencia y disciplina que admiró al joven dependiente de comercio y duró hasta que el funcionario franquista que oficiaba de conserje del edificio intervino con el característico soniquete madrileño, vamos, señores, vamos, que hay que ir terminando para irse a casa, que los demás también trabajamos. Fue este último adorno retórico del funcionario el que levantó una oleada de rechazo en los congregados, uuuh, fuera, fuera, cortada en seco por el que presidía la asamblea: compañeros, calma, no caigáis en provocaciones.
No caigáis en provocaciones. El jubilado ha vuelto a recordar la perentoria recomendación de aquel líder sindical al leer que los ciudadanos naranjos han llevado al fiscal la respuesta que recibieron de los manifestantes del orgullo gay a su presencia en el desfile. El fiscal decidirá sobre si hay o no delito en aquel suceso, pero al más tonto se le alcanza que los naranjos no querían participar en la fiesta del orgullo sino aguarla. El partido de don Rivera ha hecho de la provocación su estilo de marca, e incluso lo ha llevado al parlamento al tildar a la mayoría parlamentaria de banda. Intervenciones partisanas, extemporáneas, a contrapelo, invadiendo el espacio discursivo y físico de los que quiere destruir a la espera de que la reacción de estos dé visibilidad y mérito al provocador. Esta táctica de squadristi, se corresponde fielmente con la escora del partido a la extrema derecha e ilustra, por si fuera necesario, la apenas sutil línea que une a los autopredicados liberales con regímenes uniformados y autoritarios: una nación de libres e iguales, para decirlo en su consigna. Empezaron rompiendo el consenso sobre el uso y la enseñanza de la lengua catalana en su país de origen y, cuando el campo de batalla se les quedó pequeño, trajeron la discordia al corazón del estado. En España tenemos dificultades para reconocerlo porque el fascismo de nuestra memoria es del no-do, en blanco y negro y de grano grueso, el que encarna vox, pero en el resto de Europa, donde por su historia este conocimiento del paño está más acreditado, lo percibieron de inmediato, como reveló la fulminante reacción de monsieur Valls en Barcelona. Para llevar a cabo este proyecto, como le llaman, es necesario un partido cerrado, una falange; don Rivera ya ha designado a la guardia pretoriana.
Al otro lado de la raya se ha perdido también el instinto estratégico, la fortaleza ante la adversidad y la disciplina de juicio que mostraba aquel ignoto líder sindical. Nuestra joven clase política no sabe ni una palabra de todo eso, y quizá tampoco le sirviera de mucho saberlo. Habitamos un tiempo acelerado, de oportunidades al vuelo, dispositivos móviles absortos en sus murgas y concursos televisivos de los que algo hay que llevarse a la bolsa después de salir en pantalla. ¿Qué otra cosa más parecida a un concurso televisivo fue la malograda sesión de investidura? La provocación en lugar de la oferta, el desplante antes que el acuerdo y todos, libres e iguales, a la rebatiña.