La palabra abuso es un término funcional y polisémico que el diccionario rae se ve obligado a definir por las circunstancias en que se manifiesta; así, el diccionario define seis formas de abuso, tres de las cuales (abuso de autoridad, de posición dominante y de superioridad) implican la topografía en la definición: el abusador está encima del abusado, ya sea física o socialmente. Otras dos definiciones (abuso de confianza y de derecho) implican un uso torticero de los patrones que se consideran decentes en las relaciones sociales e institucionales. El abuso sexual es el sexto y último de esta lista y el diccionario toma la definición del campo del derecho y lo describe así: Delito consistente en la realización de actos atentatorios contra la libertad sexual de una persona sin violencia o intimidación.
Los autores de la definición, ya sean juristas o filólogos, no han reparado, o querido reparar, en que es imposible atentar contra la libertad de alguien sin un cierto grado de violencia e intimidación, ya sea accidental o deliberada, que paralice la respuesta de la víctima. Es decir, si alguien roba la cartera a un paisano que ha sufrido una lipotimia y está inconsciente en la acera, no es un abuso de confianza sino un hurto o robo. El abuso connota una acción tendencial, imperceptible, confundida con la normalidad, de delito no consumado, en el que no cuenta lo que se hace sino en qué circunstancias se hace. Los militares que sirvieron a la dictadura argentina drogaban a sus prisioneros antes de arrojarlos vivos desde un avión a las aguas del océano, ¿hablamos aquí de un abuso o de un asesinato? La droga tanto podría ser considerada un lenitivo para la víctima como un recurso para perpetrar el crimen sin resistencia.
A los tribunales españoles, al parecer atados por la literalidad del código penal, les cuesta entrar en estas disquisiciones semánticas cuando el delito que juzgan es una violación y de este modo una muchacha en estado de inconsciencia se convierte en res nullius sobre la que (y aquí vuelve la topografía) un grupo de jóvenes puede satisfacer sus apetitos por turnos. La inconsciencia de la víctima permitió que el ataque fuera extremadamente intenso y especialmente denigrante, y además se produjo sobre una menor que se encontraba en una situación de desamparo, en palabras de la propia sentencia, y sin embargo la ausencia de violencia o intimidación, lo que quiera que signifique esta expresión en esas circunstancias, propiciada por el estado de inconsciencia de la víctima, opera como un atenuante y no como un agravante.
La violación y otras agresiones de género son los únicos delitos en los que la jurisprudencia sospecha a priori que los victimarios tienen la complicidad de la víctima, de manera que esta debe demostrar durante el juicio que la violación a que ha sido sometida no es una juerga picante, como alegaron los acusados de la manada de Pamplona y como la vio un miembro del tribunal que les juzgó en primera instancia. En este caso, después de una movilización feminista y ciudadana sin precedentes, el tribunal supremo reconoció en sentencia firme que los agresores actuaron conscientes de que la víctima, en estado de shock, no consintió las sevicias a que la sometieron. Después de aquello quedó pendiente la promesa del gobierno (eternamente en funciones) de reformar el código penal, hasta ahora. Entretanto, el manadismo empieza a visibilizarse como una nueva moda de la barbarie.