Bien está lo que bien acaba. El dicho popular, como todos los del refranero, está tiznado del  fatalismo de quienes saben que en este país de cabreros, que dijo el poeta, todo cuesta más de lo que debiera. Más dinero, más tiempo, más esfuerzo, más paciencia. Ha hecho falta que el aire de las urnas inflara a la extrema derecha como un globo, que los pretendidos liberales quedaran como un pingajo al borde del camino y que la izquierda perdiera un millón de votos en el experimento para que los dos feroces competidores hasta ayer mismo hayan puesto su ego bajo una ducha fría para descubrir que son hermanos de leche. La repetitiva televisión y la mensajería a través de los dispositivos móviles han reducido el tiempo de percepción de los hechos hasta hacernos vivir en un presente continuo  en el que el odio y el amor de dos varones adultos se superponen en nuestra conciencia como esas imágenes móviles en tic tac a las que llaman gif. Ayer enfrentados como dos carneros; hoy reconciliados como dos flamencos rosas.

Pelillos a la mar, han resumido en sus respectivos discursos de autocelebración, como si todo lo (no) ocurrido en este verano del demonio hubiera sido una discusión de cuñados. El mensaje de la escena estaba en las sonrisas. Cauta y fría en don Sánchez; franca e incontenible en don Iglesias al que la dentadura le invadía el afilado rostro, habitualmente ceñudo y cariacontecido. El calculador y el idealista, qué caramba, a lo mejor consiguen entrambos rodar la primera buddy movie de la democracia española.