En aquella remota juventud, hombres y mujeres necesitaban un plus de aprobación para ciertos empleos y destinos, además del común que todos poseían por ser titulares de un deeneí. No eran requisitos técnicos los que se exigían (este es un país en el que la técnica tiene un valor relativo) sino morales, por decirlo así, y el certificado lo expendía la delegación local de la falange, el cuartelillo de la guardia civil o el párroco de la aldea. Con este papel en el bolsillo se podía aspirar a un puesto de guardabosques, de auxiliar administrativo en la sucursal local de la caja de ahorros, de cocinera en un asilo y otros empleos y habilitaciones de mucho provecho. En España no eras nadie, literalmente, sin un certificado de buena conducta y afección al régimen expedido por la autoridad competente. Entre este trámite y el simple enchufe había una frontera tan tenue que en la mayoría de los casos era inexistente. Algo que olvidamos a menudo es que nuestra derecha es una destilación de aquel régimen. Durante la república había derechas de todos los pelajes pero el franquismo las hizo pasar a todas por la misma alquitara y creó un conglomerado bastante homogéneo, que, como sus ancestros, necesita expedir certificados de buena conducta para ocupar puestos que, en su creencia más íntima, no debiera ocupar quien no sea de la familia.

A doña Delgado se le exige el certificado de idoneidad para ser fiscal general del estado porque, al parecer, ya tiene el de constitucionalista, otro certificado expedido en las oficinas habituales y que no poseen la mayoría de los españoles. El consejo del poder judicial le ha dado el pase de legalidad para el empleo pero una cosa es ser legal y otra ser idónea, del mismo modo que una cosa es cumplir las leyes y pagar tus impuestos y otra ser constitucionalista. Por cierto, esta mañana don Fernando Savater y doña Rosa Díaz han asistido a una reunión en la sede central del pepé con don Aznar, sin comentarios; al parecer, el filósofo y la tránsfuga iban a recoger sus certificados de constitucionalistas clase premium para lo que sea menester. Pero volvamos a doña Delgado y sus cuitas.

El presidente del poder judicial, don Lesmes, ha intentado pasar el trámite haciendo el menor ruido posible mediante un acuerdo que reconociese la legalidad del nombramiento de doña Delgado y obviando el jardín de la idoneidad, gracias a lo cual, si bien ha conseguido el objetivo de que la elegida sea aprobada, también ha demostrado que el gobierno de los jueces está roto por razones puramente ideológicas. Siete consejeros han firmado un voto particular en el que, sin base objetiva alguna, se infiere que la nueva fiscal no será independiente respecto al poder ejecutivo que le ha nombrado, como si los mismos honorables jueces firmantes del voto particular estuvieran en ese sitial por designación divina o porque les ha tocado en la lotería y no porque han sido agraciados por una designación política, eso sí, de signo contrario a la que representa doña Delgado. Al mayestático y muy togado poder judicial ha llegado el cisma de la derecha. Hay una derecha que guarda las formas, no sin esfuerzo, y otra desenvuelta, sin complejos, voxiana, para la que no se trata de jugar sino de romper la baraja. Don Casado, el heredero de este predio, aún no sabe qué derecha es la idónea.