El viejo se echa a la calle ocupada por la militancia de las mujeres. Lo hace por sentido cívico, por la convicción de que el feminismo es la primera y más importante revolución de este siglo ¿y a quién no le gusta ser testigo de una revolución? y porque sus nietas están ahí, manifestando su derecho al futuro con una pancarta en la mano. A simple vista, observa que en esta ocasión hay más hombres que en convocatorias de años anteriores, lo que no sabe cómo interpretar, y también cree saber, porque lo ha leído en la noticias, que el movimiento feminista está una encrucijada en la que inciden diferencias generacionales y disquisiciones doctrinales que son inextricables para el común pero que han alcanzado a las costuras del gobierno, el primero que se afirma feminista en el país. Un signo inquietante porque la disensión es el morbus gothorum de la izquierda.
Esta es la mochila de argumentos que ha llevado al viejo a la calle pero en realidad su cabeza estaba muy lejos, cuarenta años atrás, en la sala oscura de un cine donde se proyectaba La ciudad de las mujeres, de Federico Fellini: un protomanifiesto feminista debido a un macho alfa del cine europeo de la época. La película está poblada de mujeres de toda clase y condición que expresan sus deseos, vindicaciones, frustraciones, celebraciones, en términos idénticos a los que oímos ahora en la calle pero con una gestualidad exuberante y una elocuencia que hoy no encontraremos porque los mensajes se han vuelto breves, risueños y festivos.
Claro está que la película de Fellini tiene una clave que la haría incompatible con la atmósfera ideológica vigente hoy. La historia está contada desde la mirada y los sentimientos de un hombre; es, pues, el retrato de un hombre ante a las mujeres. Un hombre particular, sin embargo, que encarna el alma masculina tal como parecía entenderla Fellini en la gozosa interpretación de Marcello Mastroianni. El personaje de este inconmensurable actor expresa una masculinidad pasiva, expectante, vulnerable, a la vez que taimada, y seductora. Diríase un hombre que quiere estar en el lugar de las mujeres sin perder la condición y los privilegios de ser hombre. Y es su mirada la que caricaturiza los anhelos de las mujeres, no del todo involuntariamente. El viejo querría ser Mastroianni y se culpa por ello. Pero quizá esa masculinidad elusiva y marginal a la que le cuesta afirmarse en la ciudad pletórica de mujerío sea la única aportación que pueden hacer los hombres a la revolución de este siglo.
Nota bene: Hombre, mujer, masculinidad, feminidad, son términos en desuso. El autor de estas líneas debería haber aclarado que el personaje al que llama el viejo es un espécimen hetero cisgénero en el último tramo de su existencia, un fantasma de la era patriarcal apenas un poco más corpóreo que su idolatrado Marcello Mastroianni, que es humo de la memoria.