El Apocalipsis es el horizonte en nuestra cultura. Un libro abstruso en el que se cuentan cosas rarísimas y extravagantes, que profetiza el final de los tiempos y cuyas imágenes parecen grabadas a fuego en el cerebro reptiliano de la especie. Nadie entiende los términos de la profecía pero todo el mundo sabe lo que quiere decir y cualquier incidente masivo e inédito adquiere los tintes del libro. El coronavirus, ahora mismo. El apocalipsis es una droga adictiva. Vivimos esperándolo, como un yonqui en una esquina. Cualquier habitante del planeta puede decir que ha sido contemporáneo de dos o tres sucesos apocalípticos, anunciadores de males sin límite: la eclosión del sida o la destrucción de las Torres Gemelas, por citar un par de ocasiones cercanas en la memoria. Son acontecimientos que absorben toda la reserva de racionalidad que articula a la sociedad y permite su funcionamiento y deja a los individuos con un solo patrimonio compartido: el miedo. No siempre y solo es miedo a la muerte, también a que el frigorífico quede vacío, que no se celebren las fallas de Valencia o la semana santa de Sevilla, o que se acaben las mascarillas en la farmacia. La pequeña acumulación de comodidades y remedios que constituye nuestra existencia queda en precario. Y ahora, ¿qué?
El discurso público intenta restablecer una calma que no existe. A la vez que las autoridades y las empresas de suministro alimentario afirman que no hay riesgo de desabastecimiento, los enloquecidos vecinos corren a vaciar los supermercados. Una vez que la esperanza del apocalipsis se ha consumado porque ya está aquí, entre nosotros, se ve sustituida por el deseo de que se cumpla, lo queremos porque el apocalipsis es voluptuoso y pasional. Las autoridades nos procuran la vuelta a la tediosa grisura de los días ordinarios pero qué puede compararse al fin del mundo. Los valencianos quieren quemar las fallas y don Ortega Smith, oficial de operaciones especiales del ejército, se pasea por los focos de infección de Europa antes de desembarcar en el cónclave de su partido con los ojos irritados por la fiebre, el moco en la punta de la nariz y la tos reventando en los bronquios para repartir virus a raudales entre sus correligionarios. Ningún virus puede con un español-español. También lo ha dicho doña Cayetana: el parlamento no se cierra ni en tiempo de guerra. La guerra, uno de los cuatro jinetes de la cosa, ya ven.
La realidad, ahora mismo, es un ménage a trois de autoridades políticas, medios de comunicación y público, cada uno con su propia agenda de intereses y temores y los tres en bucle diabólico. Las autoridades lidian con un fantasma y a cada paso están cuestionadas por los hechos, que pueden pasarles una factura muy onerosa; los medios hinchan e hinchan la información hasta convertirla en una atmósfera irrespirable, y el público, que no es homogéneo, tiende a comportarse como cualquier agregación de seres vivos ante una amenaza de la que no conoce ni su magnitud ni su operativa, es decir, al borde de la estampida. Según los pronósticos más optimistas, aún quedan unas semanas de hegemonía vírica y luego ya está, porque el apocalipsis, como la gripe, es un accidente pasajero.