Crónicas de la peste I

Café de media mañana con Quirón y Editus, al que se suma más tarde la amiga Alba. La reunión se celebra como siempre en una cafetería en la que hoy se registra una notable deserción de la clientela. Los grupitos en los que la rutina cafetera ha vencido al miedo están aislados por un piélago de mesas vacías y sobre las tazas de café con leche revolotea un solo tema de conversación, ya saben cuál. Quirón y compañía están en lo que los expertos en la cosa llaman grupo de riesgo por la edad, pero desdeñan el monotema después de las primeras bromas de saludo y dejan que el flujo de la conversación les conduzca al pasado compartido, un puzle en el que cada uno aporta las piezas que lleva en el bolso para componer el cuadro. El teatrillo de la memoria acude risueño a la cita, tanto más picante cuanto que ofrece la oportunidad de poner en escena la fama de algún figura. El arte pinta a los condenados con rasgos desencajados y empavorecidos pero en todos los infiernos hay sitio para la felicidad pretérita y la fábula que la cuenta. La tertulia de media mañana no es el Decamerón pero se hace lo que se puede.

Es hora de otros quehaceres. Los contertulios se resisten a separarse. Quién sabe si la próxima vez no será su mesa la que esté vacía, o el café cerrado. La observación provoca un encogimiento de hombros. En la acera, la conversación aún se prolonga unos minutos; luego, cada uno va sus asuntos. Este a la farmacia a por su ración mensual de pastillas contra el colesterol. La gente que faltaba en la cafetería está en la botica. Una, a por mascarillas; el otro, a por gel desinfectante; la siguiente, a por más mascarillas. Etcétera. La boticarias expresan en la mirada la desolación que presagia una catástrofe. La más joven se atreve a sugerir a la clienta que las mascarillas no sirven de casi nada en situaciones ordinarias y entre gente sana, que lo importante es lavarse las manos y la clienta azogada responde que es para una persona mayor que está asustada. La boticaria musita, nos vamos a quedar sin existencias. El viejo del colesterol está tentado de pedir también mascarillas, para no ser menos, pero le detiene el sentido del ridículo. La siguiente quiere gel desinfectante. La boticaria suspira y le anuncia que solo queda en envases pequeños e insiste en que lo importante es lavarse las manos en casa con jabón, y concluye, solo podemos expedir dos frasquitos por cliente. Empieza, pues, el racionamiento. ¿En qué momento podemos estar seguros de que una acumulación de pequeñas nubes algodonosas concluirá en una tempestad? Estamos cerca de saberlo: acaban de anunciar el cierre de los colegios y centros de enseñanza en esta remota provincia subpirenaica.