Crónicas de la peste IV
El primer efecto es el silencio, lo que constituye un problema para los que matamos el rato jugueteando con las palabras. Las calles vacías, los mensajes redundantes y los virus ágrafos y mudos, así que poca ayuda del exterior. Estamos en modo trapense. Enfrente, la parroquia de San Miguel clausurada para escándalo, también mudo, de los dos o tres feligreses que se acercan a la puerta, empujan en vano el batiente, reparan en el aviso ante sus narices y lo leen con incredulidad hasta que derrotados por la evidencia vuelven sobre sus pasos. Al poco emerge de la puerta un clérigo enfundado en el alba litúrgica y la estola sobre los hombros a comprobar que el afiche dice claramente lo que tiene que decir, mira a derecha e izquierda y vuelve a desaparecer en la oscuridad del templo. Nada ilustra mejor la extravagancia de la situación que un cura con los atavíos de su oficio, perplejo en mitad de la calle vacía. Parece una escena de El perro andaluz. El confinado celebra que este domingo se librará de la eufórica tortura de las campanas (*).
De vuelta al cubil, rastrea entre la hojarasca de la información asperjada en las últimas horas y descubre la frecuencia con que aparece la expresión nuestros mayores en los discursos y moralinas de políticos y periodistas. Todas las incomodidades y sacrificios infligidos a la población están destinados a proteger a nuestros mayores. Hasta don Sánchez, de natural torpón en estos menesteres discursivos, introdujo el sintagma en su churchilliana alocución para anunciar el estado de alarma en el que estamos: De la crisis de 2008 nos salvaron nuestros mayores. Ahora ellos necesitan nuestra ayuda, se enalteció el presidente. El confinado, como mayor que es, se malicia que al final echarán la culpa de la peste a nuestros mayores. Veamos. Ser mayor consiste en morirse antes y, sin contar los viejos y viejas solitarios y enfermos, que son legión, la peste no parece el peor modo de dejar de mirar al reloj; quienes tienen que preocuparse por un final prematuro son los jóvenes y los niños. Una buena mortandad de viejos aliviaría de algunas cargas a la nación en la caja de pensiones y en gasto social; literalmente, un regalo de los dioses para generaciones futuras y políticos presentes. Y no me digan que están preocupados por la suerte de nuestros mayores quienes no paran de pensar en el piso y en la cuenta corriente que heredarán de la abuela.
Esta sedicente preocupación por la senectud es un tic de la cultura familiarista mediterránea, que, como católica, también contiene una buena dosis de hipocresía. A contrario, los herejes británicos han adoptado una estrategia darwiniana a la que han llamado inmunidad del rebaño. El procedimiento consiste en no tomar ninguna medida preventiva para que la peste no encuentre obstáculos en su expansión y contagie a todo el que le plazca; los más jóvenes y fuertes sobrevivirán y quedarán inmunizados ante próximas oleadas víricas que han de venir y los más viejos y débiles, bueno, pues eso. La estrategia tiene un par de puntos flacos, como se comentaba ayer en esta bitácora, a) que no es seguro que padecer la peste sin consecuencias mortales inmunice al sujeto paciente y b) que no hay evidencia de futuras oleadas del virus. Sin contar con el impacto en el sistema sanitario. Pero mientras se discuten estos matices, los vejetes o nuestros mayores, como decimos aquí, están donde les corresponde.
(*) Al poco de escribir estas líneas, el confinado descubre que su suposición es falsa. El campanero loco está en modo automático y nos recuerda que es la hora del ángelus.