En un cierto momento crepuscular encuentras el punto donde el tiempo no es lineal ni circular sino una especie de eterno retorno, y en ese momento te ves en compañía de la pandilla, Vladimir y Estragón, Pozzo y Lucky, a los que encontraste gozosa y sorprendentemente hace cincuenta años.
El detonante de este improvisado apunte sobre la memoria y la identidad está en un hallazgo casual del amigo Santiago Fresán, quien hace unas semanas encontró en un inesperado anaquel de su biblioteca un número de la Revue d’Esthetique, (París, 1986) dedicado a Samuel Beckett. El volumen contiene, entre otras informaciones y comentarios de interés (Beckett es el autor del que más literatura secundaria se ha producido en el siglo XX), una relación de las representaciones teatrales y emisiones radiofónicas de la obra del autor irlandés en diversos países europeos hasta 1985. La huella de Beckett en los escenarios españoles está en este volumen a cargo de Antonia Rodríguez-Gago, profesora emérita de la Universidad Autónoma de Madrid, traductora y quizá la mayor experta española en Beckett, y en la relación incluye la puesta en escena de Esperando a Godot que en 1969 hizo en Pamplona el Grupo de Teatro Independiente Valle-Inclán. Esta referencia es asombrosa si se tiene en cuenta que aquella producción fue completamente marginal, a cargo de un puñadito de estudiantes sin experiencia alguna en teatro ni guía que lo enmendara y que de la representación se dieron una o dos funciones ante un público amigo, que como los mismos comediantes no entendió ni una palabra de lo que se ofrecía en el escenario.
¿Qué nos llevó a fajarnos con Beckett? O mejor, ¿qué nos impulsó a formar un grupo de teatro? Un crítico de la época, George E. Wellwarth, agavilló en un ensayo titulado Teatro de protesta y paradoja a los dramaturgos que hacia los años cincuenta del pasado siglo habían roto con el canon naturalista imperante en el teatro culto desde Stanislavski. Podemos acogernos al título del ensayo de Wellwarth para decir que en aquellos estudiantes provincianos había, en efecto, una voluntad difusa de protesta, y la paradoja de no saber qué contenido darle ni hacia qué dirigirla. Despolitizados, perplejos, inquietos, a punto de abandonar el nido familiar, queríamos explicarnos a nosotros mismos y pregonar a nuestro entorno que estábamos ahí, y para ello creíamos, y no solo nosotros, que el teatro tenía un efecto transformador fulminante. El grupo Valle-Inclán puso en escena durante su breve existencia de no más de dos años tres obras mayores: Los justos, de Albert Camus; Antígona, de Jean Anouilh, y la mencionada Godot, y se disolvió cuando ensayaba el cuarto montaje, Los bajos fondos de Máximo Gorki. El repertorio da idea de que, en efecto, era un tiempo de protesta y paradoja. Ninguno de los partícipes del grupo siguió en el mundo del teatro, excepto Charo Francés, que ha hecho una exitosa y dilatada carrera en los escenarios de Latinoamérica.
Aquella representación de Godot fue la que podía esperarse de un grupo de aficionados pero, por lo leído más adelante sobre los distintos montajes realizados en Europa, las dificultades de aquellos neófitos fueron las mismas a las que enfrentan los actores profesionales de París, Londres o Berlín. La primera y más importante radica en la imposibilidad de aprehender la obra con los mecanismos discursivos del teatro naturalista. El actor tenía que olvidarse del Método. Beckett dirigió sus obras en muchas ocasiones y era un metteur en scene minucioso y estricto, que no aceptaba variaciones sobre lo prescrito en el libreto, y se encogía de hombros o respondía elusivamente cuando un actor le hacía preguntas para ayudarse en la composición del personaje. Aquí no vale el psicologismo ni menos los trucos que proporciona la carpintería del teatro convencional. El minimalismo gestual y verbal de la obra obliga a una interpretación ascética, en la que el actor debe encontrar en la cadencia de la situación -ritmos y entonaciones de la prosodia, movimientos corporales atenidos a las acotaciones- los recursos para conseguir un efecto que tiende a semejarse a un concierto de cámara. Aquellos jóvenes aficionados de hace medio siglo no tenían a quién preguntar qué hacer o cómo hacerlo así que, sin duda, la actitud intuitiva a la que estaban abocados dio a su representación el mínimo de espontaneidad y frescura para hacerla tolerable al público, que, si bien cautivo, no estaba obligado a ser obsequioso.
Las obras de Beckett se caracterizan por la extrema desnudez de la escena y la extraña delicadeza de los parlamentos, que no admiten veleidades ni fantasías sobre el escenario sin que se conviertan en una expresión de debilidad del comediante y de traición al sentido de la obra. Para los directores de escena esto supone un desafío muy serio, evidente sobre todo en los últimos montajes en los que, de una parte, la obra es suficientemente conocida por el público y, de otra, los espectadores no toleran la estanqueidad de la situación porque su percepción se ha acostumbrado a la velocidad expositiva de la televisión y el cine. En los últimos años, se han visto dos montajes de Godot en los escenarios españoles, de Alfredo Sanzol y Antonio Simón, respectivamente, y los dos enfatizan los componentes físicos, circenses, de la situación. El resultado es que la obra pierde gravidez y se vuelve trivial y a menudo atropellada. Los espectadores dan por supuesto que conocen Godot y se disponen a ser entretenidos por la agitada movilidad de los comediantes. Hay un error en todo esto.
Beckett admiraba el teatro de Racine en el que la tragedia no está en el fatum clásico sino que radica en un conflicto insoluble de libertad, pasión y voluntad que aprisiona a los personajes. El teatro de Racine es hierático; el escenario, despojado de atrezo (rien mettre ne pas nécessaire), un espacio vacío o tierra de nadie (palace à volonté), y el lenguaje, preciso y distanciado para expresar una suerte de violencia o energía anímica contenida. No hay psicologismo ni caracteres, solo situaciones claras y cortantes como un teorema entre personajes (acteurs) en un marco ceñido a las tres unidades clásicas de espacio, tiempo y acción. En último extremo, son tragedias sin catarsis, en las que el malestar del espectador permanece intacto al término de la representación. Godot es una obra raciniana que puede malograrse por exceso de actuación.
Beckett es contemporáneo del cine mudo y admiraba el humor físico de Charles Chaplin y Buster Keaton pero más sin duda el posterior de Stan Laurel y Oliver Hardy cuya influencia en Godot es evidente. Laurel y Hardy, como Gogo y Didi, constituyen una pareja indisoluble, una existencia dúplice, especular, en la que cada parte no puede existir sin la otra. Al mismo tiempo, Laurel y Hardy pertenecen a los albores del cine sonoro, en los que la palabra aún era tributaria de la imagen y se expresaba en intervenciones cortas y cadenciosas, reflexiones breves entre lapsos en silencio con las que los personajes se preguntan sobre el significado de lo que les está ocurriendo. Son parlamentos dirigidos a sí mismos, una suerte de monólogo entrecortado al que debe contestar el otro. De este modo, el lenguaje hablado se sitúa en el grado cero de sus competencias como vehículo de comunicación y para nombrar y dominar el mundo.
Hay dos obras posteriores de Beckett que ilustran esta extenuación del lenguaje y el definitivo divorcio del cuerpo y el habla, que en Godot aún mantienen una frágil dependencia y un inestable equilibrio. Son obras extremadas, en el límite de la experimentación formal. La primera de ellas es Film (1965), la única incursión del dramaturgo irlandés en el cine, un cortometraje de veintidós minutos del que es autor del guión y, como era usual en él, celoso supervisor de la producción, aunque la dirigió su leal amigo y director de escena, Alan Schneider. La película carece de sonido excepto un breve siseo para pedir silencio que sale de la boca de un figurante en un brevísimo plano inicial; el escenario tiene la desnudez característica, y la puesta en escena es un juego en el que el ojo de la cámara sigue y mira al protagonista desde atrás en su frenética actividad por hurtar su rostro –su identidad- a todas las miradas ajenas, a la del espectador en primer término. El tipo avanza embozado por la calle y con la cara contra un muro, sortea a una pareja de viandantes y a una viejecita y se encierra en una habitación donde cubre el espejo, cierra las cortinas de la ventana, se deshace de un retrato que le mira desde la pared, cubre la pecera que contiene un goldfish y la jaula con un periquito, expulsa a un perrillo y un gatito que conviven con él y destruye unas fotografías familiares que guarda en una cartera, hasta que en el último plano la cámara gira alrededor del personaje, se sitúa frente a él y nos muestra su rostro. El tipo no ha podido existir al margen de las miradas de los demás. Los espectadores ven su cara, que expresa una mezcla de asombro y espanto.
El rostro es el de Buster Keaton, protagonista de la película, y ese plano final y el gag de la expulsión del gato y el perrito, de inequívoca marca del cómico, es lo más expresivo y memorable de Film. Keaton fue contratado cuando llevaba tres décadas alejado del cine y después de que Charles Chaplin, la primera opción, y otros actores ingleses de la confianza de Beckett rechazaran la oferta para protagonizar la película. El primer encuentro de los dos genios fue muy embarazoso porque ambos compartían análoga dificultad para el afecto espontáneo, aunque Beckett admiraba a Keaton y así se lo dijo, pero ya en el rodaje el viejo maestro del cine mudo se mostró paciente, cooperativo y atento a las indicaciones del director, aunque más tarde confesaría que no había entendido ni una palabra de la película ni de su papel. Quién sabe si ese despiste radical no formaba parte del plan de autor porque la película bien podría haber estado interpretada por un doble. El espectador actual de Film lamenta el despilfarro de inteligencia y creatividad que supone forzar a Buster Keaton a un papel en el que no se ve su maravilloso rostro ni se le permite desplegar su ingenio con los objetos del entorno, y es entonces cuando cree advertir que la deriva de Beckett en busca de su propio grial fue un camino de creciente estrechamiento expresivo, pero también estético, que siguió a sus obras de los primeros años cincuenta y que llevaba a un callejón sin salida.
La radicalidad creciente de las propuestas de Beckett y las exigencias de la puesta en escena sometían a los intérpretes a una dura disciplina artística y física. No yo (1972) es un monólogo de trece minutos (el textos de Beckett fueron más y más breves a medida que avanzaba en su carrera) que indaga también sobre identidad y lenguaje pero que, formalmente, está en los antípodas de Film. En la película, la palabra estaba ausente; en No yo es la imagen la ausente. Una boca iluminada por un foco fijo en el centro del escenario convertido en una cámara negra es la protagonista de la que, como de una fuente, mana un torrencial monólogo. La puesta en escena obligaba a la actriz, oculta al público, a estar elevada sobre una especie de andamio, sujetos el cuerpo y la cabeza a la estructura con correas para asegurar su inmovilidad y concentrar la energía del texto en el aparato fonador y en los músculos de la boca y labios cuyo movimiento al expeler el monólogo constituyen el único elemento móvil en escena sobre el que recae la atención del espectador.
La versión televisiva de No yo en la BBC (1977), en la dicción y la voz de la actriz Billie Whitelaw, es ciertamente hipnótica, y el espectador se pregunta por qué este experimento funciona en sus propios términos mientras que Film se ve como un fracaso. Una respuesta es la existencia de la cámara, que en el cine no es un intermediario neutro, sino un agente activo. Beckett llevaba sus obras a escena tal como las había concebido, sin variantes ni licencias improvisadas, por lo que puede decirse que los actores interpretan exactamente lo que el autor quiere. De hecho, tan famosos como los textos dramáticos son los cuadernos de montaje del propio Beckett que constituyen una fuente de inspiración ineludible para los directores de sus obras. Por ende, el teatro de Beckett es estático y sus personajes, doloridos, discapacitados, no se avienen a la interacción. No mueven el mundo, sino que están envueltos en él y a merced de las fuerzas que lo habitan. En otra de sus obras, Catastrophe, Beckett pone en escena la composición de un personaje de teatro en la que el actor que ha de encarnarlo es un muñeco inanimado en manos del director de la obra y de su ayudante. En la versión disponible en internet esta figura inerte está interpretada por John Gielgud.
La pregunta es, ¿por qué Gielgud resulta convincente y Keaton no? Porque en el cine el genio es Keaton, no Beckett. El lenguaje del cine representa un obstáculo en una obra en la que la materia prima es la palabra y el motor dramático es la pugna entre ese ser vivo, que Beckett se empeña en reducir a su expresión esencial, y las palabras heredadas que utiliza para vivir como buenamente puede. Una cita de Beckett sobre sí mismo lo dice así: Durante toda mi vida experimenté la incapacidad de hablar, la imposibilidad de callarme y la soledad física, a la que saqué el mejor partido para ir tirando. Pero el cine es el arte que expande la conciencia y la imaginación del ser humano en el siglo XX, porque incluye una multiplicidad de paisajes, miradas, perspectivas, ritmos y caracteres en obras sinfónicas que empequeñecen y hacen burla del personaje inmóvil y balbuciente al que el foco ilumina en el teatro de Beckett. El misterio radica en la incombustible fascinación que ese personajillo ejerce.
La historia del teatro del siglo XX enmarca la obra dramática de Beckett en el llamado teatro del absurdo, una expresión rotunda, hoy en completo desuso, que acuñó el crítico Martin Esslin y que desarrolló en un libro del mismo título publicado en 1961 y traducido en España por la editorial Seix Barral en 1964. Para quien esto escribe fue una lectura fascinante y de prolongado efecto. Los dos términos del sintagma, teatro y absurdo, evocaban galaxias ignotas, que al encontrarse prometían una suerte de deflagración, si no hay modo mejor de decirlo. Teatro connotaba la multiplicidad de uno mismo, la verdad detrás de la impostura y el poder de la escena en la plaza pública. A su vez, absurdo agavillaba sinónimos como desarraigo, ruina, vacío, burla, que identificaban el estado de ánimo de un adolescente de la época. Ambos términos han guiado el juicio de aquel adolescente durante toda su vida.
El absurdo como lugar literario fue conceptualizado y popularizado por Albert Camus en su ensayo El mito de Sísifo. La noción resultó un hallazgo feliz para definir el espíritu de los años cuarenta y cincuenta, un tiempo que ocupa la línea de colisión de dos catástrofes: la guerra mundial y la guerra fría. El Holocausto y la amenaza de la bomba atómica. El humanismo tradicional, ya fuera de simiente religiosa o ilustrada, estaba derruido y los supervivientes tenían que inventarse uno nuevo en un tiempo de espanto e incertidumbre. El individuo habitaba un lugar extraño y hablaba un lenguaje tentativo e inconexo. Este cuadro nos es hoy familiar a la imaginación porque ha sido reproducido en innumerables obras posteriores, pero era una inquietante novedad en los años cincuenta. No es casual que Esperando a Godot, que había sido recibido con reticencia e incomprensión por los públicos convencionales, pudiera ser representado el 17 de noviembre de 1957 en la prisión de San Quintin (California), donde no se había visto una obra de teatro desde cuarenta años atrás, ante el arrobado silencio, primero, y el aplauso entusiasta, después, de un público formado exclusivamente por reclusos del presidio.
El ensayo de Martin Esslin está escrito con una voluntad didáctica que reconoce de entrada que tendrá una vida efímera. El libro reúne una nómina de dieciocho dramaturgos, cuatro principales (Samuel Beckett, Arthur Adamov, Eugène Ionesco y Jean Genet) y otros catorce que el autor califica de seguidores, entre ellos dos españoles, Fernando Arrabal y el catalán Manuel de Pedrolo. La vigencia de todos estos autores ha menguado notablemente desde los años setenta, en algunos casos condenados a un olvido absoluto e injusto, pero entre los que se recuerdan y aún son leídos o representados, ningún lector actual les aplicaría la etiqueta del absurdo, excepto quizá a Beckett y a Ionesco. La razón de esta identificación bien podría ser que ambos autores llevaron más lejos que ningún otro la exploración sobre el lenguaje y su relación con el hablante y con la realidad que nombra.
Toda crisis cultural es básicamente una crisis de lenguaje: una mutación en la cadena genética significante-significado-referente. En el último tercio del siglo pasado y hasta ahora mismo se impuso una corriente cultural a la que terminamos llamando posmodernidad, en la que el lenguaje –el texto, el mensaje, el discurso- se aparta de su autor, de las circunstancias que lo han inspirado y del actor o del editor que lo publicita, para adquirir autonomía propia, un valor en sí mismo anidado en su estructura y organicidad internas. La expresión última y más acabada de este lenguaje autosuficiente es un tuit, que atraviesa las redes de comunicación planetarias al albur del sentido que le dé cada receptor, desprendido del autor que lo ha formulado, quizá un robot, e impulsado por el automatismo vertiginoso de algoritmos anónimos. Pues bien, fueron los autores del absurdo, los primeros que intuyeron esta ruptura del sujeto y el logos. Ionesco advirtió e ilustró sobre el carácter caduco del lenguaje aceptado, en el que las palabras son piezas inertes, intercambiables, reiterativas y en último extremo insignificantes, y Beckett comprendió y expresó antes que nadie la extrañeza que vincula al ser humano con el lenguaje que utiliza. En esta perspectiva, el absurdo deja de ser una experiencia antropológica o una categoría metafísica, como creían Camus, Esslin y quienes acuñaron el término, para designar una ruptura cultural cuyo alcance, ciertamente, era imposible de adivinar cuando el término se puso de moda. ¿Qué hay más parecido que un tuit al hombre sin rostro de Film y al discurso sin hablante de No yo?
El autor de estas líneas ha vivido en el tiempo histórico que media entre el descubrimiento de Esperando a Godot y el tamborileo inclemente de los tuits y, en ese periodo ha hecho uso infatigable del lenguaje, para encontrarse en cada alto del camino, en cada momento de pausa y reflexión, en el mismo paisaje desierto a la espera de algo que, ahora lo sabe, no llegará nunca. Es lo que hay.
Referencias:
El reparto de Esperando a Godot en la versión del Grupo Valle-Inclán de Pamplona fue el siguiente: Javier Mina (Vladimir), José María Janices (Estragón), Antonio Sanz (Pozzo), Manuel Bear (Lucky), Pibe García Liberal (Muchacho). En la imagen, Janices y Mina.
Bibliografía:
Revue d’Esthétique. Samuel Beckett (Privat, París, 1986). Martin Esslin. El teatro del absurdo (Seix Barral, Barcelona, 1966). George E. Wellwarth. Teatro de protesta y paradoja (Lumen, Barcelona, 1966. Alianza, Madrid, 1974).Anthony Cronin. Samuel Beckett, el último modernista (Ed. La UñaRota, 2012). Varios (edición de James y Elizabeth Knowlson). Recordando a Beckett (Editores Argentinos, 2017).