Crónicas de la peste XXVII

Hay una pregunta previa a esta: ¿tiene el lenguaje la entidad y fuerza suficiente para transformar la realidad o es solo su reflejo? Estos días menudean las opiniones contrarias al uso de metáforas bélicas para definir el enfrentamiento a la peste. La presencia de soldados en las calles en funciones de apoyo a la logística sanitaria y de generales profusamente enmedallados en las ruedas de prensa del gobierno, para no mencionar que el único acercamiento del rey al terreno de la pandemia ha sido el arrimo a un centro militar, abonan una suspicacia generalizada, que tiene dos vertientes, de izquierda y de derecha. Para la izquierda, las metáforas bélicas y el despliegue militar asociado abren el camino al autoritarismo; para la derecha, que apoya sus argumentos en Susan Sontag, las analogías castrenses degradan a los enfermos y suscitan desasosiego en pacientes y sanitarios. En términos estrictos no estamos en guerra, así que cualquier argumento en este sentido es de recibo. Pero, ¿qué es lo más amenazador para una sociedad en tiempos de paz? La pregunta, a la vista de la experiencia presente, se contesta sola.

Estamos en estado de sitio porque en el dilema planteado entre la libertad y la vida, hemos elegido la vida, que es la precondición de la libertad. Eso significa una renuncia voluntaria al ejercicio de derechos civiles de movimiento, reunión y expresión (véanse las amañadas ruedas de prensa del gobierno) y ni siquiera el derecho a la propia muerte queda reconocido porque en estas circunstancias implica la muerte de otros. En consecuencia, el gobierno asume la gestión total de las actividades de la sociedad, incluidas las económicas, donde más duele al pensamiento neoliberal, que acepta la legitimidad y la conveniencia del confinamiento de decenas de miles de operarias en remotos talleres textiles para fabricar antes camisetas y ahora batas profilácticas pero hace absurdas objeciones al intento de limitar las actividades no esenciales para el objetivo de frenar al virus. El debate entre libertad y vida se planteó en los primeros días de la pandemia y se ha resuelto en la misma dirección en todos los países del planeta con mayor o menor celeridad y eficacia; solo los sociópatas, como míster Trump, no parecen tenerlo aún claro. El otro chiflado de la cresta color panocha ya está hospitalizado, y como dice él, al mando. Al mando ¿de qué?

Aceptada, pues, la jerga castrense como la más funcional para definir las circunstancias de un mando único, un contingente humano unido y un objetivo común, hay que añadir que los generales con la pechera esmaltada de medallas y los soldados en uniforme de camuflaje con una mascarilla en la cara y una manguera de lejía en la mano son los emblemas de un militarismo antiguo e inocuo. El control de la población y la concentración del poder es una tentación derivada de la misma naturaleza de la peste. Nadie quiere el régimen chino, ni siquiera el sudcoreano, pero no podemos obviar la fascinación que nos produce la eficacia de estos regímenes en la lucha en la que estamos todos, la cual se debe a la aplicación masiva de las nuevas tecnologías al control de la población. Una vía que ningún gobierno va a ignorar y que el español ya ha puesto en marcha todavía de manera cauta. Si ya aceptamos que las plataformas de internet se apoderen de nuestros hábitos, manías y flaquezas, controlen nuestro itinerarios, midan nuestros pasos y husmeen en nuestras pasiones, quién va a ponerse tiquismiquis porque nos controlen la temperatura o la tensión sanguínea. Es la servidumbre voluntaria, que tanto asombraba a La Boétie y que constituye nuestro presente, con o sin pandemia, y nuestro más que probable futuro.