Crónicas de la peste XXVIII
Esta mañana la lluvia confería al paisaje urbano un toque blade runner. No era una torrentera mediterránea sino una precipitación mansa y cantábrica que de ordinario es señal de placidez atmosférica pero que en estas circunstancias venía cargada de nutrientes para paranoicos. En las calles desiertas, como siempre, transeúntes huidizos y cariacontecidos en los que el viejo que sale a comprar el pan viene advirtiendo un uso creciente de mascarillas. Hace muchísimos años, Marshall McLuhan fue llevado por un grupo de sus alumnos a un bar en el que las camareras desempeñaban su oficio a pecho descubierto, o en top less, para entendernos. Los estudiantes preguntaron maliciosamente al padre de la comunicología moderna qué le parecía aquello y este respondió: son los globos sonda de una nueva era. La era profetizada por McLuhan, cínica y desenvuelta, dejó de ser nueva hace cuarenta años, cuando eclosionó la revolución conservadora y neoliberal, que ahora está en declive, así que quién sabe si las mascarillas profilácticas no son la señal indumentaria de la próxima era.
Hasta un par de semanas atrás, el uso generalizado de mascarillas era a nuestros ojos un signo de la conformidad y uniformidad asiáticas, un adminículo del confucianismo vigente en las megalópolis del oriente lejano, y las primeras mascarillas que se vieron en nuestras calles parecían un gesto de esnobismo, como aquellas chaquetas mao que se enfundaban los adeptos de la gauche divine en los remotos setenta. No obstante, su visión provocaba en quienes llevamos la cara al descubierto una mezcla de desconcierto y ansiedad porque veíamos en su portador a un enterado, que está en lo que se cuece, y tiene contactos en la industria sanitaria (ahora mismo, la industria por antonomasia) inalcanzables para los meros parroquianos de la botica de la esquina.
Pero, en fin, nos sentíamos amparados por la doctrina oficial que no cesa de afirmar que estas mordazas profilácticas son innecesarias para la población en general y basta con mantener el alejamiento interpersonal como medida precautoria del contagio, hasta que hemos comprendido que la causa del mensaje gubernamental es que no hay mascarillas para todos. Sean o no necesarias, las mascarillas llevan camino de sentar una moda de uso universal que se prolongará después de que la alarma vírica haya pasado. Para entonces, Z-a-r-a ya habrá cambiado de modelo de producto, que no de negocio, como se está viendo, y podremos adquirirlas en sus establecimientos en multitud de estampados y diseños.
La mascarilla aporta coquetería, como las hombreras de los eufóricos ochenta. Algunos la exhiben al desgaire, por debajo de las fosas nasales, como si la bulbosa probóscide no criara miasmas, a imitación de esos militares que llevan la gorra de plato ladeada sobre una oreja para dejar constancia de su carácter rebelde a las imposiciones del reglamento. Otros, más hacendosos, se las han confeccionado en casa a su medida y gusto, y unos pocos se parapetan tras mascarillas de alta eficacia efepepé provistas de un coqueto filtro de humores que definitivamente anuncia una nueva era. Que no nos engañe la propaganda sentimental sobre la añoranza de un tiempo próximo en que volveremos a abrazarnos y, en consecuencia, a ser iguales y promiscuos. La mascarilla permite estar en el mundo a una satisfactoria distancia del prójimo sin dar explicaciones a nadie, lo que es el sueño de las clases dirigentes; en cuanto al buen pueblo, volverá a llenar los estadios de fútbol provisto de mascarillas con los colores de su equipo, que, entonces sí, se verá que son inservibles para prevenir el contagio.