Crónicas de la peste XXX
Las reglas del confinamiento constriñen la visión del paisaje, que solo puede atisbarse por dos rendijas: la ventana de casa y la pantalla de la tableta. A través de la ventana, la primavera sigue su rutina en los castaños de Indias, únicos habitantes de la calle vacía, de entre cuyas hojas emergen las panículas de florecillas blancas. El panorama a través de la pantalla del móvil, la tableta o lo que quiera que sea el chisme no es menos monótono aunque sí más agitado. Una suerte de trepidación interior, devastadora, es el rasgo dominante de esta experiencia de quietud forzosa. La percibimos también en la pantalla, que es más que nunca nuestro espejo. La industria de la comunicación, como la siderúrgica antaño y la nuclear ahora mismo, necesita una temperatura constante para su funcionamiento y no puede apagar las calderas y hornos so pena de extinguirse. Al confinado le asalta una ocurrencia: cuando él no esté, los castaños seguirán floreciendo y la tele seguirá encendida. En este cuadro, él es la única figura prescindible. Es una idea tranquilizadora.
La información y el entretenimiento también se han reconvertido en industria de guerra. Los programas en directo han registrado una mutación curiosa, no exenta de creatividad. En su actual estado, han tenido que prescindir del formato de teatro a la italiana, han abolido la cuarta pared y han licenciado al público presencial, invisible pero necesario para dar verosimilitud al espectáculo. Ahora, los intérpretes recitan su papel encerrados en su casa desde los cuatro puntos cardinales de la ciudad. El mundo es una inabarcable platea y los actores profesionales, como en aquellas funciones de teatro experimental de los setenta, están diseminados entre los espectadores, que también participan en la representación a través de su propia parafernalia digital, a menudo con éxito, que llamamos viral.
Este nuevo teatro exhibe un feísmo insólito e hiperrealista. Informadores y entertainers, indistinguibles, comparecen precariamente ante cámaras domésticas posadas sobre una mesa, demasiado próximas al objeto que enfocan y en un contrapicado que da rostros descoloridos, papadas colgantes, narices prominentes, ojos hinchados y cabellos alborotados. Nunca como ahora se había hecho tan evidente el aforismo de que el medio es el mensaje, o el masaje, si se prefiere. El libreto corresponde a la precariedad de la puesta en escena preapocalíptica. Si se trata de información, esta es prolija, repetitiva, vehemente y subrayada con mensajes sentimentales, obvios y cargados de buena intención. Si es entretenimiento, chistes malos y gansadas de cuñado a cargo de caricatos sobreexcitados. Ni la información tranquiliza, ni el entretenimiento distrae.
Pinzado entre la indiferencia de la naturaleza sin rastro humano y el barullo desbocado de la cacharrería mediática, el confinado se ha convertido en una silueta que camina por el pasillo de su casa, ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta.
JRJ era un egocéntrico neurótico y esa tranquilidad que te da la supervivencia de los castaños, él la expresaba como perplejidad y no sé si un solapado sentimiento de injusticia. Es famoso el poema donde aparecen los versos: «Yo me iré y seguirán los pajaros cantando». La duda lleva a la tentación del solipsismo: yo me iré y todo desaparecerá, porque los castaños y los pájaros son invención mía. Debido al confinamiento forzoso, tal vez sea fácil sucumbir a esa tentación. La derecha española da por hecho que los castaños existen y pretenden extender títulos de propiedad sobre ellos.
Hola, gracias por tu comentario. Creo que el solipsismo es inevitable en esta circunstancia pero hasta ahora no se me había ocurrido reclamar la propiedad intelectual de los árboles de la calle, aunque quién sabe, si esto dura mucho…