Crónicas de la peste XXXVIII
Las circunstancias de confinamiento por la peste se parecen bastante al cumplimiento del deseo más íntimo de un cierto sector de la población al que englobamos en la noción genérica de intelectuales y artistas. Gentes también llamadas de la cultura, que se ganan la vida y pasan su tiempo fajados a la pantalla del ordenador, al lienzo en el caballete o atados a un instrumento musical, de los que hacen brotar excelsas manifestaciones del espíritu. Ahí están, enclaustrados en su torre de marfil, rodeados de un silencio absoluto (si tienen la precaución de mantener la tele apagada), bien provistos de viandas y recursos domésticos básicos, a solas con las musas. Si estas se mostraran perezosas o renuentes, el creador tiene a mano toda la cacharrería tecnológica que le proporciona gratis y en el acto los nutrientes básicos para activar las meninges. Las empresas operadoras de la cultura han puesto a disposición de los confinados las inagotables reservas de sus almacenes y archivos: los museos, sus obras maestras; las orquestas, sinfonías y óperas; los teatros, sus repertorios; las editoriales, toda la letra impresa imaginable. Y por si esto fuera poco, el creador tiene físicamente a su alrededor sus propios recursos, coleccionados durante toda una vida obsesiva e impostada, a la espera de uso: libros no leídos, conciertos que esperan audición, láminas de artes plásticas que no han sido aún contempladas. Nunca como hasta ahora, el ser humano ha tenido en un puño toda la riqueza artística producida por la humanidad desde que aquella mona a la que llamamos Lucy se irguiera sobre sus patas traseras para echar un vistazo por encima de las altas hierbas de la sabana africana.
Y sin embargo, nos sentimos como en un cementerio. El laurel de la cultura que crece entre tumbas y mausoleos sirve como mucho para aromatizar un guiso de puchero y la proliferación de estímulos artísticos y librescos a nuestro alrededor produce apatía y entumecimiento del ánimo. Los más inquietos de este mundillo obvian la oferta apolínea que les es ofrecida en la superficie del jardín y prefieren recorrer ansiosamente los pasadizos subterráneos de la sociedad de la información, a los que llamamos redes sociales y en las que estamos atrapados. Es en estos túneles donde se despliega una creatividad urgente, azarosa, tentativa, y democrática. Millones de ratoncitos inquietos y curiosos se asoman a las pantallas de los dispositivos móviles con su presa entre las garritas a la espera obtener la aprobación o like de sus congéneres también atrapados en la misma red. Es esta actividad febril, hecha de diminutas expresiones de ingenio, lo que sin duda caracteriza el comienzo del arte de una nueva era.
Nuestro amigo Javier Mina es un artista polifacético de larga data: autor de teatro, ensayista, artista plástico, fotógrafo, y sobre todo, capaz de infundir a cualquier objeto o cachivache a su alcance un carácter intrigante, convertido en una obra de arte ready made. En estos días de confinamiento agasaja a sus amigos con imágenes de figurillas a las que imprime ese movimiento binario que se conoce como gif. Gatos que miran a derecha e izquierda, boxeadores que golpean con uno u otro puño, dinosaurios que abren y cierran las fauces. Los receptores de estas imágenes están (estamos) perplejos. Objetos toscos, movimientos rudimentarios y arcana la significación del mensaje. Pero pensémoslo con perspectiva histórica. Estas imágenes evocan un arte muy primitivo, que podría ser el grado cero de una nueva civilización, equivalentes en el universo digital a las estatuillas votivas que nos dejaron pueblos extinguidos. Son vestigios arqueológicos que se encontrarán bajo el barro y la maleza de los gigantescos depósitos de información que son los servidores de internet. El artista y sus corresponsales perplejos vivieron (vivimos) en el tránsito de la cultura analógica a la digital, cuyas técnicas se esforzaron (nos esforzamos) en aprender con el mismo empeño que el adolescente de una horda de cazadores recolectores moldeaba un trozo de arcilla para ampliar el horizonte de su conocimiento y ser reconocido por sus iguales en la tribu.