Crónicas de la peste XLII

Lo más fastidioso de la peste es que ataca y abate aquello que sentimos más preciado, que no es la vida sino nuestra distinción. En los albores de la humanidad, los bípedos implumes se comportaban como cualquier ser de la cadena evolutiva: mataban a las especies inferiores para alimentarse y sobrevivir. Lo que distinguía a un ser humano de un tigre, digamos, es que el primero no solo se zampaba a su presa sino que la despojaba de las plumas de la cola o de la pelliza rizada que cubría su lomo para ataviarse en los días de la fiesta tribal. La distinción como signo de desigualdad entre los individuos de la misma especie es un rasgo propiamente humano. Y con la distinción, la impostura, pues no es necesario que el individuo que se adorna lo haga por méritos propios sino porque es una herencia familiar o un rasgo común de su grupo o secta. La antropología no es sino una taxonomía de plumas y pellizas ostentosas sobre cuerpecillos desnudos. Pues bien, he aquí que la peste ataca a esos organismos inermes haciendo caso omiso de las plumas de ondean en su cabeza. Es una visión insoportable y, sin duda, más horrenda que la muerte misma pues las víctimas ni siquiera pueden ser honradas con un funeral distinguido en el que las plumas se exhiban por última vez sobre la lustrosa madera del féretro.

Una tal doña Meritxell Budó ha afirmado que con la independencia, Cataluña hubiera reaccionado a la pandemia antes. ¿Antes que quién? Desde luego, antes que ese español de mierda que se apellida Sánchez pero ¿también antes que Trump, Johnson, que está trincado, Merkel, Macron y otros que están batiéndose como locos contra el virus, sin éxito por ahora? He aquí un efecto colateral de la peste. Una dama de prometedora carrera en el foro convertida repentinamente en una perfecta idiota. Y si sale de esta, aún podrá contar a sus nietas que sobrevivió a un virus creado en un laboratorio de Madrid. Pero, el laboratorio ¿no era de Wuhan?, preguntarán las chiquillas que han nacido con la wikipedia implantada en el cerebro. En Madrid, Wuhan, quién sabe, en todo caso fuera de nuestra amada patria, responderá la abuelita en el hogar de la masía, y haced el favor de ser buenas y leer la viquipèdia.

Claro que doña Budó no es la única que lamenta la pérdida de la distinción que acarrea la peste. El líder de este movimiento mundial es el macho alfa por antonomasia, míster Trump, que trae de fábrica el penacho y que, como le gusta oír a doña Budó, ha recordado que España está destrozada por el virus. ¿Y Nueva York no? En sus momentos más onanistas míster Trump tiene un sueño en el que la Trump Tower se levanta dorada por los rayos del nuevo sol sobre un cementerio de tonos verdigrises en el que atisba el herrumbroso puente de Brooklyn. Es cosa de un par de ruedas de prensa que termine por contar a los periodistas esta visión exultante y les acuse de mentirosos si se atreven a contradecirle con algún dato científico extraído de un laboratorio de Wuhan.

Doña Budó y míster Trump, entre otros, son las luminarias de un movimiento de desobediencia civil que quiere desafiar al virus porque es la obra del estado. La peste ha inyectado radicalidad a este movimiento porque ya no se trata de construir un estado alternativo y distinto al actual –America first y Espanya ens roba, etcétera- sino de conjurar a un virus que no distingue la estelada de la bandera monárquica. ¿Dónde construir la nueva república? No hay lugar físico que esté libre del asedio de la peste y los seres distinguidos  como Trump y Budó han de refugiarse en la caverna de sus propios discursos.