Crónicas de la peste XLVII
El confinamiento y las mutaciones que acarrea en los hábitos de los bípedos implumes fomentan una nueva forma de idiotismo vírico que se transmite por las redes sociales, en las que ha aumentado exponencialmente el número de mensajes inanes, extravagantes y/o malintencionados. Este escribidor se sorprendió a sí mismo ayer después de haber enviado a una amiga un mensaje estúpido que, sin embargo, al momento de enviarlo, parecía gracioso. En todo caso, era intranscendente pero, ¿qué necesidad hay de hacer el bobo?
A pesar de toda su sofisticación tecnológica, la comunicación a través de las redes sociales es muy rudimentaria y ha avanzado poco desde aquel remoto par de vasos de papel unidos por un hilo que utilizaba la chavalería un siglo atrás como teléfono. Lo que distingue el dispositivo móvil del vaso de papel es su velocidad, precisión y difusión masiva, pero no tanto la enjundia de los mensajes a los que sirve de vehículo. Incluso en los casos en que estos son ciertamente ingeniosos y confeccionados con apreciable habilidad, resultan estúpidos y olvidables cuando has recibido y en ocasiones reenviado diez o doce a lo largo del día. Las redes sociales aniquilan la individualidad y convierten el mundo en una papilla esquemática de consumo común.
Las especies altamente gregarias, como las hormigas, discurren por canales preestablecidos y el sistema de comunicación que mantiene cohesionada a la colonia, muy complejo y eficiente, impide la relación individualizada. Una hormiga no puede hacerse amiga de otra, ni tener una charla privada con la hormiga que le precede en la fila. Esto es facebook. En estos días de confinamiento menudean los mensajes de que fulano o mengano quiere ser tu amigo porque compartes con él no sé cuántos amigos más, y cada una de estas peticiones amplía un poco más la perspectiva del hormiguero en el que habitas. En la mayor parte de los casos, te une con el peticionario una vaga relación vecinal o profesional, unas veces teñida de simpatía y otras de indiferencia cuando no de antipatía; en ningún caso son tus amigos ni van a serlo porque pulses like. Pulsas la tecla, no obstante, por un antiguo prurito de cortesía y buena educación ¡con una máquina! para comprobar que los mensajes que compartes con tus amigos son escasos y circunstanciales, si en el peor de los casos no has abierto la puerta a un auténtico pelmazo.
Las redes sociales son el reino de los cantamañanas y el grado superlativo de esta subespecie son los espías. El espionaje, en su doble sentido de ladrón de secretos y difusor de falsedades, parece ser la última ratio de las nuevas tecnologías. Es un tópico la historia del bosquimano que recela del blanco que quiere fotografiarle porque cree que al hacerlo le robará el alma. Al final del cuento, en efecto, el blanco arrebata el alma al bosquimano mientras este muestra orgulloso la foto de él y su familia en la pared de barro de la cabaña. Ahora, los bosquimanos somos nosotros y ahí está la guardia civil, que vela por nuestra alma, rastreando las redes sociales en busca de ladrones de almas y repartidores de bulos. Es una respuesta típica de cualquier estado (que al general al mando le valió una campaña de descrédito a cargo de nuestra hiperventilada oposición) pero también es una respuesta que parte de una premisa falsa porque el que da eficacia a un mensaje no es el emisor sino el receptor, responsable último del proceso de comunicación. Nadie te cuenta nada que no estés dispuesto a creer. Si en el parlamento hay una bancada de voxianos vociferantes y tóxicos es porque más de tres millones y medio de idiotas previos les dieron su voto. La pregunta correcta no es sobre la veracidad de sus mensajes, que es nula, sino sobre las condiciones que hicieron posible la existencia de los millones de predispuestos a dejarse idiotizar.