Crónicas de la peste LIV

La peste ha puesto en carne viva la contradicción en la que reposa el funcionamiento de la sociedad llamada liberal. Los ciudadanos piensan en sus intereses privados: la salud propia en primer término, la de sus familiares y allegados, el negocio o el empleo de cada uno, la pervivencia de su pensión, el destino de sus ahorros, el futuro de sus hijos. No pueden pensar en otra cosa ni en otros términos. El gobierno, a su turno, vela por lo que llamamos intereses colectivos, que es un oxímoron porque la suma de intereses privados no da un interés común, ni siquiera puede hacerse la operación porque los sumandos son heterogéneos. La añeja noción del bien común es una entelequia y las medidas que decreta el gobierno son para preservar abstracciones. El confinamiento es para evitar el desplome del sistema de salud que acarrearía un contagio descontrolado y llevaría a la implosión  del estado. En último extremo, lo que el gobierno defiende es el estado, y al asumir todos sus poderes, se defiende a sí mismo. Si la peste pudiera curarse en casa con unas cucharadas de jarabe adquiridas en la botica, como ha postulado míster Trump, no habría confinamiento. Habría mercado negro y gente que no podría comprar el jarabe por falta de ingresos y que moriría por ello, pero no habría confinamiento, ni tampoco estado. El desiderátum liberal.

Entretanto, cada ciudadano se pregunta cada día, a cada minuto, si los sacrificios que le exigen sirven a sus intereses privados. Es una pregunta extenuante, sin respuesta cierta, que genera un malestar insoportable, curiosamente sostenido y amplificado por los medios de comunicación pues cada dato nuevo que sale a la luz sobre la situación general no hace sino inyectar presión a un organismo al borde del estallido. La oposición de la derecha ha optado por agitar el enjambre de los intereses privados y pastorear el clima de malestar a su beneficio mediante un receta muy simple: el gobierno tiene la culpa de todo, de los muertos y de los vivos, de los confinados y de los que pasean en la calle, de la empresas cerradas y de las abiertas, de los turistas si vienen porque traen el contagio y de los que no la traen porque no vienen, del estrés de los niños y del abandono de los viejos, y sobre todo tiene la culpa de que no se haya hecho un test de detección viral a cada español, aquí, ahora, sin falta. Una demanda de imposible respuesta y una estupidez sin paliativos, pero que ahí queda. En cada exigencia, la vocero encuentra una parroquia que le hace de eco porque no hay individuo ni grupo social que no tenga una cuenta pendiente con la peste, ¿y quién es el responsable sino el gobierno?

Las redes sociales transportan la miseria que alimenta a la llamada opinión pública, una noción pomposa que los primeros liberales desde Stuart Mill ceñían a la restringida clase dirigente en un régimen de voto censitario, pero que en las sociedades de masas y voto universal, en las que la pandemia es letal y la respuesta necesariamente insuficiente hasta que se encuentre la vacuna, no puede ser gestionada sin dosis masivas de populismo. Un fascista es básicamente un liberal desencantado. Esa es la razón de que los voxianos le lleven ventaja a don Casado y a su derechita cobarde en el discurso antigubernamental. Los de don Abascal saben que un estado caótico solo puede abocar a un estado autoritario, y a más caos, más demanda de autoridad.

Y está el mosaico español. Este es un país destartalado, de sociedad quebrada y territorio fragmentado, hasta el punto de que es legítimo preguntarse si es un país. Ha bastado que el gobierno anunciara una carretada de millones para las comunidades autónomas para que se avivara de inmediato la polémica de la financiación autonómica. Si no hay dinero, las taifas se quejan; si hay, también y con más motivo. Don Torra querría para sí y los suyos un virus con barretina; el espécimen no existe en la naturaleza, así que la culpa la tiene el gobierno de Madrid. La mala noticia es que el virus desaparecerá antes que la peste nacional propiamente dicha.