Crónicas de peste, y LVIII

Las rutinas empiezan como un ejercicio extraño, forzado y reiterativo y terminan convertidas en un hábito placentero. La repetición conforma la realidad y nos cuesta creer que esta pueda verse o experimentarse de otra manera. Toda la actividad productiva está hecha de rutinas. Las apelaciones a la creatividad y a la inventiva son un señuelo que oculta otra forma de rutina o una invitación al caos…

El autor quiere decir con estas líneas de introducción que ha llegado la hora de terminar esta serie de entradas de la bitácora con el marbete de crónicas de la peste. La peste sigue aquí, entre nosotros, pero ha dejado de ser un hecho sorprendente y una noción obsesiva para convertirse en un factor más de la realidad, y todo apunta a que ni siquiera el factor más importante. Si hemos de fiarnos del retablo de noticias que nos sirven los medios, las cifras de la pandemia ya son como el parte meteorológico, el núcleo mollar de la información se ha desplazado  a la economía y a la política y faltan cuatro días para que el fútbol se incorpore a la santísima trinidad que conforma nuestro universo cognitivo.

La gente ocupa la calle con creciente desenvoltura, los comercios reabren sus puertas, los hosteleros aprestan las terrazas y el sol de mayo dispensa su energía sobre nuestras cabezas. La nueva normalidad (ese horroroso oxímoron) sería idéntica a la vieja si no fuera porque las mascarillas parecen la flor típica de esta primavera. Son incómodas y estigmatizantes, pero nos embozamos en ellas con agradecimiento aun sin saber a ciencia cierta para qué sirven. Por lo demás, don Casado y doña Ayuso parecen los mismos botarates que eran antes de la eclosión del virus. Don Sánchez continúa en el mismo equilibrio cesáreo e inestable entre la gloria y la catástrofe. La economía sigue en crisis, es decir, los ricos aún no son lo bastante ricos y los pobres no lo bastante pobres. La unioneuropea sigue deshojando la margarita de su destino, Slavoj Zizek ha escrito otro libro y Billy el niño se ha ido de rositas al otro mundo, como también era previsible.

El confinamiento tenía algo de heroico y exultante. El confinado parecía jugarse el futuro a todo o nada: entre la muerte por el virus y la promesa de una sociedad más consciente, igualitaria y fraterna. Era la apuesta romántica del conde de Montecristo: víctima de una injustica radical, enclaustrado y separado de los suyos por una condena sin fin de la que emerge para restaurar la justicia, el amor y la riqueza. Bueno, olvídense de novelerías, aprieten los dientes, salgan a pasear si pueden y no cometan imprudencias. Mañana nos volveremos a encontrar aquí mismo.