Al término de la segunda guerra mundial, Churchill pasó de liberador de la tiranía nazi y salvador de Gran Bretaña a la condición de belicista y en un tris estuvo de que la opinión pública, o una parte de ella, le considerase corresponsable de la guerra. El resultado fue que perdió el sillón en las primeras elecciones apenas se declaró la paz. Las sociedades sometidas a un terrible estrés en situaciones de crisis excepcionales quieren salir de ellas en cuanto se dé la oportunidad, y en lo posible olvidarlas cuanto antes deshaciéndose de todo lo que las recuerda. Un par de décadas más tarde, De Gaulle, el hacedor de la Francia actual, fue desalojado del poder en un referéndum después de haber embridado las protestas estudiantiles y obreras de mayo68, que a punto estuvieron de hundir la república.
La sombra de don Sánchez no llega a la de los dos titanes mencionados pero hay un par de circunstancias que guardan similitud con su caso. La primera es que le ha tocado gobernar en un tiempo extremo; la segunda, que hay en él un inequívoco rasgo de cesarismo que intenta enmascarar con maneras de buen rollo. La derecha ha captado estas potenciales debilidades y lleva a cabo una estrategia dirigida a identificar la peste y sus penalidades con el presidente del gobierno, de tal forma que este aparezca, no como el héroe que las combate sino como el villano que las provoca y las impulsa. Por ahora no han conseguido su propósito porque los datos objetivos de la pandemia son demasiado contundentes y la calidad política de don Casado, doña Ayuso y compañía es demasiado mediocre. Pero la situación puede cambiar.
Una empresa de demoscopia ha identificado en la sociedad española cuatro subgrupos, según el estado de ánimo en este trance vírico. Los prudentes y los temerosos ante los hechos conocidos son progubernamentales y aceptan las restricciones impuestas; enfrente, los confiados y los atrevidos descreen del discurso del gobierno y rechazan las medidas que promulga. Estos dos bloques representan cada uno la mitad de la sociedad, y si bien la expresión política de este dubitativo estado de ánimo es, por ahora, favorable al gobierno, hay que tener en cuenta un par de datos: uno, el subgrupo de los confiados, es decir, los que creen que las cautelas son excesivas y confían en que la pandemia está controlada, es el más numeroso de los cuatro y los atrevidos son los que han tomado la iniciativa en la calle.
La desescalada y su correspondiente guirigay de fases improbables y normativas farragosas es un periodo adecuado para que confiados y atrevidos ganen la mayoría social. Poco a poco, el virus deja de ser eje alrededor del cual giran nuestras vidas para convertirse en el telón de fondo de una normalidad recobrada, que ni siquiera es nueva, como dice el tópico, sino la consabida de siempre, aunque con las mesas de las terrazas más separadas. Ya veremos cuánto dura porque llega el turismo y nada es más imprevisto, móvil y promiscuo que el turismo. El renovado debate sobre la obligatoriedad de la mascarilla es una señal inequívoca de este nuevo tiempo. Sea cual sea su utilidad para prevenir contagios, la mascarilla opera como un tranquilizador detente bala, y se parece tanto a un escapulario que muchos la llevan anudada al pescuezo. Está el riesgo del rebrote, sí, pero se data en otoño, según un consenso popular que nadie ha avalado pero que está operativo hasta el punto de que el pepé en Galicia y el peeneuve en la Comunidad Vasca han decidido aprovechar la tregua estival para amarrar el poder ante lo que pueda ocurrir en el mes de Brumario. Nuevos tiempos, nuevas estrategias. Es posible que el carisma de mesa camilla de don Fernando Simón esté llegando a su fin.