Es increíble la cantidad de gente que en este país no tiene gran cosa que hacer. Las estadísticas nos obligan a fijarnos en los centenares de miles de camareros, dependientas, peluqueras y otras menestralías a las que la interrupción impuesta por la peste ha dejado en la calle. Pero ahora no hablamos de ellos sino de quienes, sin haber perdido su puesto ni sus haberes y gajes, están tamborileando con los dedos sobre la mesa del despacho a la espera de una ocurrencia que movilice su ingenio y les dé un motivo para servir a la sociedad. Y no hablamos tampoco de este escribidor jubilado y ocioso sino, por ejemplo, de los jueces del tribunal constitucional. ¿Para qué sirve un juez del tribunal constitucional en una pandemia? Parece un acertijo dadaísta pero es un serio problema existencial. Así que, enredando entre los papeles a la busca de inspiración para justificar el empleo, un grupo de estos jueces han decidido echar un competente vistazo a la denuncia de la derechona para despojar del escaño a una treintena de diputados de la cáscara amarga. El motivo: la creatividad de la que estos electos hicieron gala en la fórmula de juramento o promesa del cargo.

Podríamos preguntarnos para qué sirve o qué añade el juramento o promesa a la toma de posesión del escaño parlamentario, un acto legitimado solo por el hecho de que los diputados han sido elegidos por los electores de su circunscripción, a los que ni siquiera deben lealtad porque la constitución prohíbe expresamente el mandato imperativo. ¿No bastaría con que la presidenta del congreso pasara lista para comprobar que todos estaban en el escaño para el que han sido elegidos? Pero, dejando esa pregunta aparte, es cierto que unos cuantos parlamentarios se tomaron el trámite del juramento o promesa como si fuera un concurso poético y florearon la sequedad de la fórmula con toda clase de expresiones de sus anhelos, ambiciones y deseos. La cacofonía resultante era una mezcla de juegos florales y carta a los reyes magos. Los más sobrios añadieron de su cosecha el estribillo por imperativo legal, que parece indicar que hacen siempre lo que les da la gana excepto en ese lugar y en ese momento al que diríase que han sido conducidos a la fuerza. El espectáculo resultante era, entre penoso para la izquierda, castigada una vez más a comprobar la irreductible puerilidad de los tipos a los que vota, y sedicioso para la derecha, a la que se le presentaba otra ocasión de convertir una bobada en un delito de lesa patria.

En perspectiva, el cascabeleo retórico de un puñado de diputados de izquierda es simultáneo  al (presunto) trinque de cien millones de origen ignoto perpetrado por el rey emérito, y ambos sucesos, puestos en contexto, dan una idea bastante exacta del desgaste de los materiales del llamado régimen del 78. Ni el ex jefe del estado ni los diputados poéticos creen que el artefacto funcione para sus respectivos fines. Ahora, tendría gracia que el rey emérito saliera de rositas de su tránsito por los juzgados y a los diputados les cayera la del pulpo por su creatividad juramental.