La vuelta a la rutina futbolística sin público en las gradas da una idea bastante exacta de que la nueva normalidad es la vieja normalidad con mascarilla. Mismas pasiones, mismos anhelos, mismas rutinas, apetachadas ahora con un trozo de tela sobre la cara que dificulta la respiración y nos recuerda la agonía. Los más jóvenes son indiferentes a estas cautelas; hay mucha vida por delante y no va a ser mejor que esta. Un joven salta de las gradas vacías del estadio para hacerse un autorretrato junto a Messi, corretea por el pasto, dribla a este y al otro, interrumpe el juego de los donfiguras y sale exultante de la escena en manos de los guripas de seguridad. Sus declaraciones tras la detención son eufóricas a pesar de que no ha conseguido su objetivo y la hazaña puede costarle una sanción penal. El incidente ocupa las cabeceras de la sección deportiva de los telediarios. El estreno futbolístico de la temporada se resume en un espontáneo que se ha saltado el protocolo, otro cliché de la jerga al uso. Los comentaristas fingen asombro e indignación ante el fallo de seguridad: la culpa, el gobierno.
El espontáneo o maletilla es un tópico de nuestra particular sociología de la desigualdad. Un chaval que quiere participar de la buena vida sin haber sido invitado. El intento está condenado al fracaso pero, mientras dura, apenas un par de minutos que se hacen eternos, suspende el arrobo del espectáculo, distrae la atención del público y pone en evidencia el artificio del tinglado. El espontáneo es un heraldo imprevisto que anuncia que hay otros mundos fuera del ruedo o del estadio. Ahora lo pagará con una denuncia y quizá una multa, pero peor era antes, cuando la fugaz aventura terminaba con un paliza de los peones de brega y la vuelta a los caminos a dieta de altramuces. La tauromaquia está en declive, así que quién sabe si esta forma fulminante de heroísmo juvenil no se trasladará a los estadios de fútbol, canchas de baloncesto o pistas de atletismo, y no para robar un selfi junto a Messi sino para corregir una jugada, ayudar en un regate o parar un penalti, como un modo individual y efectivo de tomar los cielos por asalto, que diría el otro.
El reflujo de la pandemia ha llenado la calle de adolescentes y jóvenes en cuadrilla, que se tocan y se abrazan, intercambian saliva, celebran botellones y ocupan playas y otros lugares de encuentro sin cuidado hacia las normas de prevención que tienen maniatados y espantados a los más viejos del lugar. Liberados de obligaciones escolares y de compromisos laborales, disfrutan de ese estado de libertad e inconsciencia que identificamos con la única felicidad que nos puede deparar la vida. Ellos y ellas ganarán la batalla a la peste. El espontáneo que asalta un templo del fútbol para hacerse un homenaje a sí mismo en compañía de sus ídolos es el banderín de enganche para la conquista del futuro.