Una noticia entre muchas que trae la marea diaria nos informa de que hoy se cumple el sexto aniversario de, cómo decirlo, ¿coronación, entronización, ascenso al cargo, toma de posesión de la herencia?, de don Felipe VI como rey de España. En la calle no hay gallardetes ni banderolas, no se oyen los cañonazos de ordenanza ni surcan los cielos los cohetes de fiesta, las tiendas de todo a cien no venden platillos y tazas con la real efigie, en los cuarteles no hay honores de ordenanza, en las catedrales no vibra el tedeum y en la plazas tampoco los bailes populares. Es, por decirlo así, una fiesta privada, como el cumpleaños de un abuelo inválido y desahuciado. La crónica que nos trae la noticia trata el asunto con la prudencia y el esmero del conservador de un museo de porcelanas. Don Felipe está en el trono por las malandanzas de su padre, así que el rey está roto entre el afecto filial y el deber de conservar el negocio familiar. La necesidad de liquidar al titular de la corona para salvar la institución es una tradición que viene desde los albores de la Edad Media. Los historiadores la llaman morbus gothorum porque era un hábito atribuido a los godos, cuyos reyes, según los aficionados a las leyendas patrias, fueron los primeros que unificaron España. Seguimos en la misma historia.
La crónica de este sexto aniversario es una ristra de encomiásticos adjetivos hacia don Felipe y su ejecutoria. Se nos dice que, durante estos últimos meses, el rey, solo o en compañía de la reina, ha mantenido una actividad incesante, primero dentro de la Zarzuela y luego adecuándose a las fases de desescalada. Es un trabajo sin mucho lucimiento, porque no se trata de aparentar sino de hacer, pero sus actividades no han tenido reflejo en muchos medios de comunicación. A partir del 22 de junio, los Reyes iniciarán una gira por varias comunidades autónomas que incluye Catalunya, para conocer la situación de cada una de ellas por la crisis sanitaria, apoyar las iniciativas de recuperación y agradecer el trabajo de quienes han estado en primera línea. Ese es el camino que se ha marcado, el que ha seguido en estos seis años sin que ni vientos ni huracanes le hayan hecho variar el rumbo.
El mismo panegírico bien podría haberlo dedicado este escribidor a su automóvil, que ha permanecido parado y silente durante meses en el garaje y, después de que el mecánico de turno le sometiera a una descarga eléctrica para despertar la batería, ha rodado por los pueblos de la provincia con la misma jovial indiferencia con que viajará el rey por su reino. A estas alturas del curso, el escribidor duda de la utilidad de su viejo vehículo como el buen pueblo duda de la utilidad de la monarquía.
Luego está la vergüenza. Hay una corriente de opinión pública que penaliza a los automóviles que tienen más de equis años. El viejo siente el peso de esta opinión cada vez que pone en marcha su bagnole y se ve escrutado en el semáforo o en un atasco por otros automovilistas. En cuanto a lo otro, ¿qué sentimiento puede despertar una institución cuyo fundador muestra una averiada moral en la que ya ha puesto su atención el fiscal? Si don Felipe hereda el trono, ¿no hereda también la vergüenza de quien se lo legó? ¿o es que la vergüenza es solo un atributo de plebeyos a los que la decencia se les da por supuesta? Y algo más, ¿quién garantiza que el rey entronizado por el plan renove no seguirá con el tiempo la senda de su padre? La buena noticia es que la flota automovilística del país se renovará antes de que el buen pueblo encuentre ocasión para decidir en qué régimen quiere vivir. Larga vida, pues, a don Felipe. Y al coche de este escribidor.