Aparece un rebrote. Llegará un momento, y pronto, en el que no distinguiremos los despuntes de los aplanamientos. El mundo gira y no siempre se discierne entre el alba y el ocaso, fenómenos que por último ocurren todos los días. La pandemia entrará en ese marco, que tan bien conocemos, en el que el discurso público y la experiencia privada discurren en órbitas distintas y ajenas. Los nuevos afectados por el coronavirus sabrán que sigue ahí porque les ha alcanzado pero los demás viviremos, o vivirán, como si hubiera desaparecido. De una muy extraña manera, hemos descubierto, o experimentado, lo que significa la banalidad del mal, el célebre apotegma de Hannah Arendt que tanta tinta consumió en el siglo pasado y que resume la convivencia de una desgracia absoluta y universal con millones de existencias particulares y ensimismadas en la rutina de sus asuntos.
La desescalada nos ha revelado un hecho sabido, que los viejos temen más a la muerte que los jóvenes. Los primeros caminan acurrucados tras sus mascarillas y los segundos celebran a cuerpo gentil botellones, manifestaciones futbolísticas y playeras y demás rituales consistentes en reunir en el menor espacio al mayor número de gente. La peste acelera el cambio generacional y ejerce una cierta justicia histórica. Los políticos, que están a la que salta, ya lo han advertido y han intentado forzar la máquina, y no solo porque hayan dejado desasistidas las residencias geriátricas. Los partidos de la nueva política (que es tan nueva como la nueva normalidad) han querido poner en la picota al rey emérito y a don Felipe González, es decir, las figuras mayores del retablo del llamado régimen del 78, mediante sendas comisiones parlamentarias de investigación sobre sus andanzas del pasado, que los partidos de la vieja política han abortado. Los dos próceres señalados seguirán gozando de buena salud durante bastante tiempo, si el coronavirus no se interpone. Por lo demás, la política eterna, más que vieja, del y tú más está a pleno rendimiento. La peste solo ha servido, por ahora, para proporcionar difuntos que viajan como supporters por el circuito de mítines electorales de Galicia y Euskadi y por las altas oficinas de Bruselas, y tiñen la escena de irrealidad, como de película de zombis. La invasión de los ultracuerpos es un título que le asalta al cinéfilo.
Y esto es todo lo que habría que decir. En la calle, el sol estival lanza un mensaje exultante que convierte en una procesión de insectos las palabras que desfilan en esta bitácora. A través de las rendijas de la persiana llega a la topera una invitación a la esperanza que el viejo es renuente a aceptar.