En este tiempo en que los aparatos respiratorio y fonador de los humanos funcionan embozados tras la mascarilla, el gobierno bucea en el diccionario para insuflar esperanza al lenguaje. Un hallazgo, el más repetido, es nueva normalidad, un oxímoron, pues lo normal, cuando alcanza a serlo, deja de ser novedoso. Otro es reconstrucción, el mantra en el que el gobierno ha depositado la fe en su propia permanencia, pero que tampoco significa nada porque nada se ha destruido. Algunas familias, muchas, han perdido seres queridos; algunos negocios, muchos, han cerrado por quiebra y otros atraviesan dificultades de funcionamiento y crisis de liquidez, y un sinnúmero de trabajadores han terminado en el paro. A sentido contrario, los jóvenes han sobrevivido al trance, no pocas empresas han ganado mucho dinero y se han desarrollado formas de producción y comercio rentables y prometedoras. Nada, pues, que no hubiera ocurrido en cualquier circunstancia de la vieja normalidad.
Dos muestras de lo poco que nos ha cambiado la pandemia. Una, la política y sus rituales de tira y afloja han seguido impertérritos sin más novedad que la disponibilidad de unos miles de difuntos para ser arrojados por la oposición a la cara del gobierno. Dos, la sociedad ha invadido playas, terrazas y chiringuitos demostrando que no quería otra cosa que volver a lo de siempre, aun a riesgo de que lo de siempre sea una condena sine die al confinamiento y la mascarilla.
Las epidemias, a pesar de su contundencia, ocupan un lugar menor en la memoria humana. La gripe española mató a más del doble de personas (cuarenta y pico millones) que la inmediata primera guerra mundial (unos veinte millones) en la mitad de tiempo; sin embargo, la proporción de libros dedicados a uno y otro acontecimiento es de uno a cien. Cualquier escolar sabe que Europa padeció una guerra horrenda entre 1914 y 1918, pero la mayoría de la población ha tenido que esperar a que el coronavirus les recordara que una pavorosa gripe, que no era española, a pesar de su nombre, se enseñoreó del continente en las postrimerías de aquel conflicto bélico. La accidentada reconstrucción de Europa hace un siglo fue debida a la guerra, no a la gripe.
Al contrario que la guerra, la pandemia no destruye la base material de la sociedad ni altera las relaciones de poder. No hay vencedores y vencidos; solo víctimas, unos pocos, y supervivientes, los más. Cuando los confinados abren las ventanas de la cuarentena, el exterior sigue igual que antes del encierro. Las palabras que aspiran a definir un momento político no son literales. Así que reconstrucción significa ahora cómo va a salir el gobierno de esta. Don Sánchez aspira a ocupar el centro del tablero con una mayoría holgada y segura que no tiene. El gobierno de coalición está en un dilema, entre reformar el sistema de acuerdo con el programa común, para lo que carece de fuerza y de oportunidad, o practicar algunos retoques que favorezcan a su base social sin encabritar a la derecha. El propósito es que las medidas que se aprueben parezcan inevitables, o por consenso, como decimos aquí. El documento gubernamental para la reconstrucción es una muestra de estos juegos tácticos: incluye medidas sociales que han sido apoyadas con reticencia por la derecha en el fragor de la pandemia –el ingreso mínimo vital es la más notoria- pero ha retirado del debate el famoso impuesto de grandes fortunas. Los socios nacionalistas y de izquierda del llamado bloque de investidura están mosqueados y reticentes y al fondo en el horizonte están las hipotéticas ayudas europeas, que por ahora no son ni siquiera una promesa, solo una constricción, y también aquí don Sánchez necesita el apoyo del pepé. La reconstrucción va a parecer un juego de lego: pongo esta pieza aquí, quito esa pieza allá. Esta de color rojo, aquella de color azul. ¿Y la morada y la naranja?, ya veremos.